Tan sólo después del espectacular vuelo del helicóptero (escena de película, realmente, que abrirá los telediarios del mundo entero), sólo tras ese vuelo que el próximo día 28, cuando el cielo ya habrá anochecido sobre Roma, llevará a Benedicto XVI hacia la ocultación y el silencio, sabremos qué intenciones prevalecerán entre los 117 «Grandes Electores». Por tanto, sabremos cuál será el calendario del Cónclave, si una modificación in extremis del Papa saliente permitirá modificarlo.

Por un lado, los cardinales titulares de una diócesis (no los que residen en Roma al servicio de la Curia, por tanto) tienen prisa por celebrar el Cónclave para volver a sus respectivas sedes y acompañar a sus comunidades durante el Tiempo Pascual, el ciclo litúrgico más importante y complejo. Esto se suele olvidar, de lo cual es cómplice la transformación de la Navidad en una esplendorosa «Fiesta planetaria de papá Invierno»: la mayor fiesta cristiana, de la que derivan todas las demás es con mucho el aniversario de la Resurrección de Cristo, no el aniversario de su Nacimiento. De aquí la necesidad de la presencia en su sede del obispo, incluso si está revestido con la púrpura cardenalicia.

Por otro lado, muchos entre estos 117 cardenales se conocen sólo de pasada o, en algún caso, no se conocen en absoluto; por tanto, es oportuno darles el tiempo de probarse unos a otros, de intercambiar opiniones, confidencias, propósitos. Después, muchos querrán intentar saber qué sucede en una Curia agitada por metidas de pata, errores, cuando no escándalos. Acortar el periodo de sede vacante podría comprometer esta necesaria preparación. Sólo un cuerpo electoral compacto y bien avenido puede pensar en conseguir en un tiempo razonable esa mayoría de dos tercios de los votos que (modificando la reforma de Juan Pablo II) ha vuelto a ser necesaria para la elección del nuevo Papa. El grupo cardenalicio —único en el mundo y compuesto por hombres del mundo entero— necesita tiempo para encontrar un horizonte y discutir las decisiones que deben tomarse en la Capilla Sixtina, junto a la celebérrima estufa donde quemarán las papeletas.

Lo confieso: ya había escrito todo este artículo e iba a enviarlo al periódico cuando ha salido el importante comunicado de la Secretaría de Estado que denuncia cómo los medios de comunicación parecen haber tomado el lugar de las Potencias de tiempo atrás, tratando de alterar o, al menos, condicionar el Cónclave, y que recuerda cómo en estos medios de comunicación no existe ninguna conciencia del carácter espiritual del evento, habiendo sido filtrado todo por una jaula de interpretaciones del todo profanas. Es una comunicación que me ha alegrado, visto que confirma con autoridad lo que yo intentaba decir y que no me constriñe a realizar ningún retoque para suavizar lo que ya había escrito. Por tanto, continúo aquí con lo que estaba ya listo para publicarse, sin una actualización de última hora que no parece realmente necesaria.

Decía, por tanto, que hacen reír los opinadores y pretendidos expertos de todo el mundo que en estas semanas, con un aire de superioridad de quien todo lo sabe, diseñan coordenadas en sus medios de comunicación, denuncian acuerdos e indican estrategias más o menos ocultas entre los electores. El enfoque de artículos y apariciones televisivas similares es pedante y seductor. Parece que quien escribe o habla guiña el ojo para dar a entender que es necesario ser listo y que es él, que conoce lo que ocurre en la trastienda oculta, el que revelará lo que sucede realmente detrás: ¡toda una cuestión de poder y de dinero en lugar de religión! Muchos de estos presuntos análisis son vaniloquios que hacen reír: según un inextirpable vicio, se aplican categorías impropias para interpretar una realidad totalmente diversa. Es la deformación obsesiva, podríamos decir maníaca, de quien pretende interpretar la realidad religiosa utilizando también las habituales categorías políticas, las aburridas y gastadas (y, en este caso, totalmente engañosas) distinciones entre derecha—izquierda, conservadores—progresistas, tradicionalistas—modernistas, dialogantes—integristas.

El resultado es la total incomprensión de la vida eclesial, y la idiocia deformante presentada como un brillante y agudo examen. «Todo ente», advierte santo Tomás de Aquino haciendose eco de Aristóteles «debe ser interpretado y entendido de acuerdo con entidades de su misma naturaleza». ¿Qué se puede comprender de las intenciones profundas de hombres de fe, en el vértice de la Iglesia de Cristo, conscientes de que deberán aparecer delante de Él para ser juzgados? ¿Qué se puede comprender? ¿Quién querría interpretar a estos ancianos sacerdotes —a menudo con biografías heroicas, perseguidos a causa de su fe— como si fueran personajes de una cámara de diputados del mundo o como miembros del consejo de administración de una multinacional cualquiera? Si utilizamos términos fuertes para estos artífices de la desinformación que han echado raíces —hoy como siempre— en todo el media-system mundial, es para adecuarnos al estilo cortante utilizado una vez también por el manso y mesurado Benedicto XVI, quien —en el último encuentro con el clero de su diócesis, Roma— nos ha regalado un texto extraordinario, quizá también porque no había tenido el tiempo y las fuerzas para escribirlo (como ha precisado a estos sacerdotes) y, por tanto, ha hablado improvisadamente. El tema era, de todos modos, bien claro y definido: el Concilio Vaticano II, donde el jóven teólogo, el profesor Joseph Ratzinger, sesión tras sesión, se distinguió como perito hasta tal punto que, años después, Pablo VII lo sacó de la universidad y le estableció como cabeza de la comunidad católia alemana más importante: Mónaco de Baviera. Hablando con evidente nostalgia de aquella espléndida experiencia conciliar, Benedicto XVI ha evocado el fervor, la esperanza, el compromiso, la lealtad, el valor y al mismo tiempo la necesaria prudencia de la mayor audiencia convocada por la Iglesia en toda su historia. Todos, en efecto, eran conscientes de haber sido llamados a renovar el rostro de la Iglesia de Cristo para un relanzamiento de la evangelización: non nova sed nove, no cosas nuevas, sino cosas ofrecidas de una manera nueva, parecía ser el lema de todos. Un gran trabajo, pero también una alegre fiesta, a la luz de la fe, y sólo de la fe.

Si «en lugar de la esperada primavera viene un imprevisto y rígido invierno» (palabras de un desanimado Pablo VI tras las ruinas de los años Setenta), gran parte de la responsabilidad recae en el hecho de que, junto al Concilio de la Iglesia, se unió y se superpuso el Concilio de los Medios de Comunicación. Así lo denunció Benedicto XVI, que ha recordado que al pueblo, incluido el católico, no le han llegado los documentos auténticos, sino sus interpretaciones tendenciosas realizadas por periodistas, opinadores, escritores, cuando no especialistas y expertos clericales partidarios de «facciones». Pero es injusto jugar al victimismo habitual, como si la deformación del Concilio hubiera sido obra de algún complot externo: en realidad (el mismo Ratzinger lo ha recordado a menudo) buena parte del desastre, diría que el más pernicioso, ha sido llevado a cabo por hombres de Iglesia. Al mundo entero y al propio Pueblo de Dios no le llegó el impulso religioso de los Padres, el fervor por el apostolado, su mirada hacia el Evangelio de siempre y de hoy; más bien al contrario, le llegó la lectura «política» oscura, angosta y sectaria. Aquellas complejas y sabias catedrales teológicas en miniatura que eran y son los documentos auténticos del Vaticano II fueron constreñidas en una camisa de fuerza de un presunto desencuentro sin exclusión de culpas entre progresistas y conservadores, entre la oscura reacción en la oscuridad y el luminoso sol del porvenir invocado por los izquierdistas, por aquel entonces con túnica, pero pronto en traje esquimal.

En su discurso cálido y paterno al clero romano, el Papa Ratzinger no ha dudado en utilizar palabras de dura condena («fue una calamidad, ha creado muchas miserias») hacia las intrusiones de los medios de comunicación, guiados por aquellos que pretendían dividir todo entre «derecha» e «izquierda», quienes querían reducir todo a una cuestión de lobby, de personas que se enfrentaban entre sí para defender o para conquistar el poder. Es más, Benedicto XVI ha narrado por primera vez en público una anécdota altamente significativa. Él, como neo-profesor de teología,seguía el pensamiento de Joseph Frings, cardenal arzobispo de Colonia, presidente de la Conferencia Episcopal Alemana, hombre de gran fidelidad a Roma y al mismo tiempo uno de los líderes más influyentes entre aquellos que querían una renovación profunda de la Iglesia. Por tanto, un purpurado «de izquierda», según el esquematismo de los ideólogos. (Por cierto, se le debe a él el clamoroso giro inicial del Vaticano II, con la provisión de los textos ya preparados por el Santo Oficio y que los Padres habrían tenido que votar —más que discutir— a mano alzada, posiblemente por unanimidad). Pues bien, con el Concilio ya en marcha y con la «revolución» ya consumada respecto a los proyectos de la Curia, se le pidió a Frings una conferencia sobre las perspectivas de esta gran audiencia que en ese momento se aventuraba en mar abierto, sin una ruta señalada por la nomenclatura vaticana. ¿Y dónde se le invitó a hablar? Nada menos que en Génova, feudo inatacable del grande (sea cual sea el juicio) cardenal Giuseppe Siri, reconocido líder de aquellos cuyo esquematismo —el mismo del que antes hablábamos— define como «de derechas». El cardenal de Colonia —afectado por una enfermedad en la vista que lo llevaría a la ceguera— encargó a su experto, Ratzinger, escribir el esquema de la conferencia que después él mismo habría revisado. Por tanto, el presunto «progresista» Frings entró en la guarida del león del presunto «reaccionario» Siri: leyó la conferencia, a la que el cardenal de Génova no sólo no replicó, sino que apreció tanto que pasó el texto, con grandes elogios, a su gran amigo el papa Roncalli. Éste último era el primero entre aquellos que el «partido alemán» —del que el cardenal de Colonia era un líder— había desafiado, obligándole a tirar todo el material preparado por la Curia y aprobado con convencimiento. Así que cuando a Frings le llegó una convocatoria del Papa, pensó que sería una reprimenda o al menos una advertencia, una invitación a un mayor respeto por la línea unanimista prevista y auspiciada por Roncalli, que quería un Concilio breve, celebrado con entusiasmo y sin demasiadas discusiones. Por el contrario, Frings se encontró con el Papa, que fue hacia él con el texto redactado por Ratzinger en la mano, leído por Frings y enviado a Roma por Siri. Juan XIII le abrazó y le dijo: «Usted, queridísima Eminencia, ha dicho cosas que yo mismo habría querido decir, pero no lograba encontrar las palabras adecuadas». Anécdota ejemplar, decía: en ella, de hecho, se ve clara la fraternidad que existía, el amor común por la Iglesia, la preocupación por la ortodoxia de la fe entre quienes (teniendo en cuenta la lectura de los doctrinarios) formaban parte de dos facciones irreconciliables, en lucha una por la reacción, y la otra por el progreso.

Es una manipulación que —¡atención!— actuó tanto en aquellos que durante todo el trabajo conciliar —y, sobre todo, en la interpretación que dió sobre ello la Iglesia docente— vieron un flaqueo ante el odiado capitalismo; como en aquellos que sospechaban que en todo había un caballo de Troya del igualmente odiado comunismo para algunos, masonería para otros. Nosotros, por el contrario, como ha recordado el testimonio directo de Ratzinger, «nos movíamos sólo en el interior de la fe, intentábamos interpretar los signos de Dios para nuestro tiempo, lo que nos interesaba era profundizar en la relación entre razón y creer, entre Evangelio y mundo, pero en continuidad con todo el pasado de la Iglesia».
Naturalmente, ahora se repiten los mismos análisis, tan engañosos como presuntuosos, primero ante la renuncia al pontificado y después a la espera del Cónclave. Y leeremos y escucharemos todavía muchos otros similares en los comentarios tras la elección del nuevo Papa. En realidad, quien vive dentro la Iglesia —y no por una pertenencia sociológica aburrida, sino por el don vivo y gratuito de la fe— constata la miseria y la impotencia de los esquemas que querrían reducir a perspectivas trivialmente humanas la compleja y rica experiencia religiosa. El creyente sabe que las llamadas formaciones de conclavistas, aunque existen, no se explican —al menos no más que en algunos casos marginales— con las categorías válidas para la dialéctica política. Es cierto que también el aspecto político es importante en la parte humana de la Iglesia y sus hombres se equivocarían si no lo tuvieran en cuenta. El error es intentar medir con ese metro «otra» realidad como la Iglesia.

El número 351 del Código Canónico dice: «Para ser promovidos a cardenales, el Romano Pontífice elige libremente entre aquellos varones que hayan recibido al menos el presbiterado y que destaquen notablemente por su doctrina, costumbres, piedad y prudencia». El hecho es que, gracias a Dios, parece que sucede precisamente así desde hace al menos dos siglos. Se trata obviamente de hombres con limitaciones y carencias pero que, en cualquier caso, han donado a Dios toda su vida y que, cada vez que depositan una papeleta en la urna de la Sixtina, invocan de modo solemne a la Trinidad para que puedan ser testigos de cómo su voto es emitido sólo según la conciencia, después de orar largamente y únicamente para el bien de la Iglesia. La mayoría son de edad avanzada, hombres conscientes de que no queda lejos el redde rationem (dar cuentas, N. de la T.) en el más allá, hombres que saben bien que (palabra del Evangelio) «mucho se le pedirá a quien mucho se le ha dado». Sobre todo si ese «mucho» ha sido dado para ser instrumentos de una Iglesia que no es suya, sino de Cristo, que les pedirá cuentas de ello según la justicia. ¿Qué puede comprender de esta perspectiva una persona que no participa de ella y que quizá presume de esta distancia, haciéndola pasar como una garantía de objetividad?


Traducción: Sara Martín
© Corriere della Sera