Una incalculable multitud se ha congregado en la Plaza de San Pedro y en las vías aledañas para dar el penúltimo abrazo a su Papa. Un Papa tranquilo y confiado que incluso ha buscado abreviar su habitual comentario sobre el evangelio del domingo, quizás para evitar recrearse en una posible exaltación.
Tras comentar la subida de Jesús al monte de la Transfiguración, acompañado de Pedro, Santiago y Juan, Benedicto XVI ha dicho que siente la palabra de este Evangelio especialmente dirigida a su persona en este momento: "el Señor me llama a subir al monte para dedicarme todavía más a la oración y a la meditación". Lágrimas y aplausos se han mezclado en San Pedro en un momento de especial emoción, que el Papa ha acortado suavemente con su sonrisa de niño, y un gracias tal vez algo más intenso de lo habitual. "El Señor me llama". Quizás sea la clave que nadie osa manejar estos días, y es sin embargo la única que sirve.
"Esto no significa abandonar la Iglesia", añadió Benedicto, esta vez con fuerza y con un gesto expresivo de su dedo índice, como saliendo al paso de tantas estupideces y perfidias de estas horas. Fue el momento más clamoroso, cuando su pueblo le abrazó con más fuerza, cortando hasta tres veces su intento de proseguir. "Si Dios me pide esto es para que pueda seguir sirviéndola con la misma dedicación y el mismo amor con el que he intentado hacerlo hasta ahora, pero de un modo más adecuado a mi edad y a mis fuerzas". Con esta sencillez que desarma quiso hablar uno de los grandes teólogos de la historia, el hombre que por obediencia se calzó a los 78 años las sandalias del pescador y que ahora, por obediencia y por amor, emprende la subida a este monte desde donde se bombea la savia al tejido de todo el cuerpo de la Iglesia.
Ese cuerpo que ha amado en cada uno de sus miembros, por el que se ha consumido, al que ha embellecido, curado y cuidado sin ahorrar tiempo, inteligencia, fama y salud. Un cuerpo del que en todo momento se ha sabido humilde obrero, y del que ha recibido cada instante el alimento, el calor y la paga que le ha reservado su Señor.
En estos días entiendo algunas cosas y otras me resultan opacas. Entiendo por encima de todo a Benedicto XVI, su palabra y sus gestos transparentes. Entiendo a tantos hombres y mujeres de buena voluntad que se sienten conmovidos y descolocados. Comprendo muy bien a los enemigos de la Iglesia, que con toda lógica engrasan su artillería en este momento. Pero no puedo entender a los católicos que siembran dudas absurdas, a los que para exaltar a Pedro denigran a la Iglesia por la que se ha entregado ni a los que afirmando sus propios prejuicios y esquemas se vuelven ciegos para comprender la grandeza de este instante.
Al terminar sus Ejercicios acompañado por la Curia, el Papa ha dicho unas palabras que necesitamos tener presentes los próximos días: que en este mundo nacido de la bondad y la inteligencia creadora de Dios, el maligno busca continuamente ensuciar la creación para contradecir a Dios y hacer irreconocible su verdad y su belleza. Por eso en esta condición histórica el Hijo encarnado debe aparecer como "caput cruentatum"; Él y quienes lo representen en cada momento deben estar coronados de espinas. Y lo más tremendo es que esa batalla no se libra sólo en el exterior sino también dentro del recinto de la Santa Iglesia.
Como dijo al despedirse de sus colaboradores: "gracias por todo, y sigamos caminando en este misterioso universo de la fe para que seamos cada vez más capaces de orar, de anunciar, de ser testigos de la Verdad que es bella, que es Amor". Él no abandona, se introduce totalmente en el corazón de la Iglesia.
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