El pasado lunes, festividad de Nuestra Señora de Lourdes, el Santo Padre, Benedicto XVI, anunció su renuncia al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro. Quienes asistíamos al Consistorio escuchábamos atónitos esta decisión de tan «gran importancia para la vida de la Iglesia». Delante de Dios, el Papa había «llegado a la certeza de que, por la edad avanzada», no se ve con «fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino».
Benedicto XVI, como hombre de Dios, en la coherencia que le caracteriza, como dijo en el libro entrevista «Luz del mundo», al renunciar no huye ante los peligros del momento presente por serios y graves que sean. No es de los pastores que huyan en el peligro, y que lo afronte otro; nunca lo ha hecho; todo lo contrario: siempre ha permanecido firme y ha arrostrado las situaciones difíciles. No ha podido más: ha llegado a esta decisión «después de haber examinado ante Dios reiteradamente su conciencia», y llegar a la certeza de que no tenía fuerzas para seguir desempeñando el ministerio de Pedro. Ha reconocido, en conciencia delante de Dios, con claridad que física, psíquica y mentalmente no podía ya con el encargo de su oficio, y, «con plena libertad», en su derecho y en su deber según su propio pensamiento manifestado en dicho libro, ha anunciado su renuncia: es consciente, con la clarividencia y honestidad que le caracterizan, que «para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue confiado».
¡Qué humildad, libertad, valentía, coherencia, sentido de responsabilidad y de servicio, qué amor a la Iglesia y a los hombres, qué confianza en Dios y qué fe tan grande la de este Papa! Nos emociona. Al final de su pontificado, con sus fuerzas ya debilitadas, con este gesto nos hace recordar los primeros momentos de su ministerio petrino cuando en su primera aparición pública se autodefinió como «un sencillo, humilde trabajador de la viña del Señor». Ha cumplido su programa, el que dijo en su primera homilía, en la Eucaristía con que iniciaba su ministerio petrino: «Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad.., ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor, y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea Él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia».
Es lo que ha hecho, siempre, en estos años de pontificado, y es lo que acaba de hacer, cuando llega al final del mismo, con total libertad: ha buscado la voluntad de Dios, se ha puesto a la escucha de la voluntad divina, y se ha dejado conducir por Él. Ha mostrado una inmensa confianza en el Señor, que es quien conduce a la Iglesia en esta hora de nuestra historia. «Como un niño en brazos de su madre», así se ha puesto el Papa en manos de Dios y ha puesto en las mismas manos a la Iglesia, por la que lo ha dado todo y para la que quiere lo mejor. Ama a la Iglesia y se entrega por ella, hasta el final, en oración y sufrimiento.
Vimos el rostro del Papa muy sereno, con grande paz: La serenidad y la paz de quien considera que ha cumplido la voluntad de Dios. Esta voluntad, que, como dijo en la homilía del comienzo de su pontificado, «nos hace volver de Él a nosotros mismos. Así no servimos solamente a Él, sino también a la salvación de todo el mundo». Su pontificado, hasta este gesto final, es, sin duda, para la salvación de todo el mundo; la fecundidad de su ministerio sólo Dios la conoce, pero, con toda certeza, es muy grande.
¡Qué actualidad tan grande cobran hoy las siguientes palabras de su homilía, se han cumplido!: «No es el poder lo que redime, sino el amor. Este es el distintivo de Dios: El mismo es el amor... El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres». La mansedumbre, la humildad, su paciencia, la espera paciente del Papa ¿no nos recuerda la mansedumbre del Cordero de Dios y la paciencia de Dios hasta el final?
Por eso damos gracias a Dios. Junto al sentimiento de un dolor grande, es más fuerte el agradecimiento a Dios y al Papa Benedicto XVI, el del asombro ante las obras de Dios y de los testigos suyos, amigos fuertes de Dios. Dios ha hecho obras grandes por el Papa Benedicto, y le damos gracias. Ahora, con la confianza y la fe que ha mostrado, legado y fortalecido el Papa, en este Año de la Fe, confiamos la Iglesia a Dios, la ponemos en sus manos, y le pedimos que la ayude, que la ilumine, que le conceda el Pastor universal, conforme a su corazón, que le conduzca en esta encrucijada de la historia en la que Dios, sin duda, actúa. Pedimos por el Papa y nos unimos a la oración del Papa: «Confiamos la Iglesia al cuidado de su Sumo Pastor, Nuestro Señor Jesucristo, y suplicamos a María, su Santa madre, que asista con su maternal bondad a los Padres Cardenales al elegir el nuevo Sumo Pontífice». Que Dios pague al Papa, el humilde trabajador de su viña, todo su amor, todos sus desvelos y sus trabajos, todos sus sufrimientos y sacrificios por la Iglesia, a la que tanto ama, tanto que, como él mismo dice, «también en el futuro, quisiera servir de corazón a la Santa Iglesia de Dios con una vida dedicada a la plegaria». Y, por último, que el Papa Benedicto XVI nos perdone, porque seguramente tenemos mucho para ser perdonados por él.
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