Siempre debemos tener graduada la mirada para ver lo de cerca y para ver lo de lejos. Así sucede con el amor: cuando queremos amar tanto lo inmediato y cercano que nos cegamos para ver lo que está más a desmano, algo falla en nuestro modo de mirar. O sucede al revés si nos conmueven las grandes causas mundiales, pero somos incapaces de mirar a quien más a nuestra vera espera un gesto de amor concreto.
 
La comunidad cristiana esto lo vive de muchas maneras: amar al prójimo próximo y amar al prójimo lejano. Por poner dos cauces digamos estos, de los muchos otros que podríamos poner: la caridad más próxima la ejercemos a través de Cáritas, la caridad más remota a través de Manos Unidas. Gracias a Dios hay otras muchas realidades eclesiales que en el aquí o en el allá también encauzan nuestro amor solidario.
 
En febrero siempre tenemos una cita con la campaña de Manos Unidas, esa organización de la Iglesia que nació hace más de 50 años cuando unas mujeres llenas del amor a Dios y del amor a los hermanos, decidieron dar la batalla contra el hambre: el hambre de Dios, el hambre de pan y el hambre de cultura, como reza su motivación inicial. Y cada año se proponen un nuevo lema. Esta vez corresponde a este: “No hay justicia sin igualdad”. Concretamente se refiere a la igualdad entre hombre y mujer.
 
No se trata de ponerse en la fila del oportunismo cultural y sumarse a la ideología de género que tanto daño está haciendo por la confusión nada inocente que propugna, como el Papa y los obispos no dejamos de recordar. La ideología de género tiene unos objetivos tremendos, sutilmente jaleados y subvencionados, para desmentir el dato natural de una diferencia antropológica entre el hombre y la mujer que la cultura judeocristiana ha propuesto durante siglos. Como toda ideología, peca de sectarismo, de insidia y de exclusión. Por eso no aceptamos ni el machismo ni el feminismo, pues es la misma reducción excluyente protagonizada por rivales que se cierran para entender que la condición masculina y la femenina son complementarias y no enemigas.
 
La vida no es un ciego brotar como si se tratase de un hongo anónimo en el bosque de la historia o una pretensión a la carta. La vida tiene una imagen que se asemeja a la Belleza de su Creador. Y entre todos los seres, sólo el humano goza de esa huella que nos constituye en icono viviente de Dios, con rostro, con entrañas, con palabra y corazón. Dios se hizo hombre en la encarnación, un hombre total y completo, igual en todo a nosotros menos en el pecado. No porque le faltase algo, sino porque nos quiso enseñar humanamente aquello que el pecado original nos arrebató.
 
La antropología nos habla de una reciprocidad sexuada: hombre y mujer. Y esto responde al proyecto de Dios: no es debilidad, confusión ni divertimento, sino la voluntad del Señor que con su Palabra creadora así nos creó. A diferencia de otras culturas en las que el hombre es quien hace dioses a su imagen, en la Biblia es Dios quien crea al hombre a su propia imagen: varón y mujer lo creó. La mujer es contemplada como ayuda adecuada y solidaria con el varón, como ser correspondiente con él, en una comunión de origen y destino. Para que haya justicia debe haber igualdad, sí, pero ésta no es la anulación de lo que nos distingue, sino la comunión en lo que nos complementa. Padre y madre, esposo y esposa, hombre y mujer. Sin esto se reniega de nuestra imagen asemejada con Dios, se destruye la familia en su fundamento y se corrompe la sociedad en una confusión de enormes consecuencias.