Estoy leyendo –más bien releyendo de un modo completo lo que hace años había ojeado a saltos- esas semi memorias de mi paisano el cardenal Vicente Enrique y Tarancón, publicadas bajo el título de Confesiones por PPC en 1996, un par de años después de su muerte. Le llamo paisano, porque así me llamaba él, paisanet, en valenciano y diminutivo, aunque no fuéramos exactamente del mismo pueblo, pero sí muy cercanos. Don Vicente me honró siempre con su amistad, y yo le correspondí con cuantos servicios pudieran ser de su utilidad y estuvieran a mi alcance. Por eso, muchas de las cosas que cuenta y algunas que omite, no son para mí enteramente novedosas.
El cardenal Tarancón –más propiamente Enrique y Tarancón- no quiso, como se aclara en la “nota –previa- para el lector” que sus extensos recuerdos de más de 900 páginas se titularan memorias, sino simplemente “confesiones”, aunque memorias son al menos de su período episcopal, en una etapa agitada y llena de acontecimientos eclesiales y políticos, que al “burrianero” –perdón por esta licencia localista- le tocó vivir en el papel de protagonista principal, que le iba como anillo al dedo, porque era inteligente, alertado, cauto, bien documentado y absolutamente leal a Roma. Difícilmente el Vaticano hubiese podido encontrar otro eclesiástico de alto nivel con un olfato político tan afinado para llevar a cabo la difícil tarea que se le encomendó: marcar distancias con el Régimen.
Terminado el Concilio, Pablo VI, con la curia de su alrededor, empezaron a preocuparse por el futuro de la Iglesia española, tan vinculada al régimen personal de Franco. Temían, no faltos de razón, que la muerte del general y el cambio de gobernantes que ello iba a originar, dañase a la Iglesia si no se tomaban ya medidas preventivas. La sublevación de los militares en el 36 salvó, ciertamente, a la Iglesia de ser exterminada totalmente por las fuerzas del Frente Popular. Tarancón lo reconoce sin reticencias en su libro, pero a cambio se vio sujeta a un enfeudamiento político que a la larga comprometía seriamente su libertad de movimientos y su porvenir.
Los encargados de instrumentar la compleja y arriesgada operación que podríamos llamar el distanciamiento fueron: Benelli, por parte vaticana, y Tarancón por parte española. Su primera tarea consistió en dar la vuelta como a un calcetín al grueso del episcopado, que debía su mitra al “permiso” de Franco, ejercido mediante el derecho de presentación. Para orillar este privilegio regalista del Jefe del Estado, se recurrió a la fórmula elusiva de nombrar obispos auxiliares hasta en diócesis insignificantes, que no necesitaban el visto bueno de las altas instancias del Estado, como se exigía para el nombramiento de obispos residenciales. Luego para cubrir las vacantes que se iban produciendo se echaba mano de obispos auxiliares, cuyo traslado no requería venia alguna de ningún organismo político superior. De ese modo, la antigua mayoría de obispos franquista en la Conferencia Episcopal, se vio rápidamente alterada a favor de la línea taranconiana que gustaba al Papa.
El cambio, que no dejaba de ser llamativo, alarmó a las esferas oficiales que entendían de los temas eclesiásticos y vaticanos (presidencia del Gobierno, ministerio de Justicia, ministerio de Asuntos Exteriores, etc) dirigidas entonces por miembros del Opus Dei. Los partidarios de lo que podíamos llamar oficialismo, se revolvieron airados contra los máximos exponentes de la maniobra. De Benelli echaban pestes, diciendo que odiaba a España, en cuya embajada de la Santa Sede en Madrid estuvo de secretario para documentarse antes de dar ningún paso en la nueva dirección. Entonces yo me entrevisté con él dos veces. La primera a petición mía para informarle de las actividades que estábamos llevando a cabo de modo opaco un grupo de “militantes” procedentes de JOC y HOAC que pretendíamos crear, cuando fuera posible, unos sindicatos libres de “inspiración cristiana”. La segunda a requerimiento suyo, invitándome a comer en la nunciatura, para pedirme información sobre los entresijos del mundo sindical, que yo conocía perfectamente. Por su parte, a don Vicente lo más lindo que le gritaban cuando le tenían a mano en la entrada o salida de algún acto público, era aquello de “¡Tarancón al paredón!” por traidor y no sé por qué cosas más.
Ni siquiera el Papa se libró de las invectivas de los defensores del Régimen, del que decían que no quería a España. Los “oficialistas” confundía los términos, es decir, confundían la parte –el Régimen- con el todo –España entera, la España de todos los españoles-, de manera que cuando alguien del exterior criticaba la situación política de este país, saltaban como fieras argumentando que se atacaba a España. Pero Pablo VI nunca atacó a España. La quería demasiado como probaba su gran preocupación por el futuro de su Iglesia y por la falta de libertad que se registraba en el interior de España.
La adhesión de la Iglesia al Régimen lo legitimó durante años, muchos años, al menos ante las naciones anti-comunistas, pero el declive físico de Franco por causas meramente biológicas, aconsejaban a las personas prudentes, en particular si tenían responsabilidades de dirección en esferas ajenas al gobierno, como era el caso de la Iglesia, a tomar posiciones preventivas ante lo que iba a suceder, se quisiera o no, en plazo no muy largo, como así ocurrió. La Iglesia actuó sabiamente, sus críticos, en cambio, evidenciaron su torpeza y falta de perspectiva. La Historia tendrá que dar la razón al cardenal Tarancón, hombre de gran talento y absoluta fidelidad a Roma, además de paisano y amigo mío.