Venimos a morir, esta es una realidad inexorable, la más presente de todas, la que en términos reales constituye el gran condicionante de nuestras vidas pero que al mismo tiempo nuestra sociedad ignora y nos niega cualquier preparación para esta realidad. Lo máximo que ha conseguido construir son los seguros de vida, una actividad que gira en torno de la muerte, pero esto no significa una preparación, en todo caso una prevención, y ya en nuestros tiempos ni tan siquiera eso porque en muchos casos se han convertido en un fondo de pensiones a más, una manera de invertir.
Constituirse como ser humano significa la posibilidad de que podamos desarrollarnos sobre nuestra base material desde el mismo origen de nuestra vida, es decir desde el momento que poseemos el código genético que nos hace unos seres únicos. De ahí que nadie tenga el derecho a negar el acceso a la vida actuando contra el no nacido, aquel que no puede manifestarse, porque si aceptamos el principio de autodeterminación que posee todo ser humano el no nacido se autodetermina como condición esencial a través de su desarrollo físico. Y el embrión, el feto, es un ser humano porque es un ser vivo que pertenece a la especie humana.
Con el nacimiento los seres humanos empezamos a ganar en autonomía, pero esto no puede hacernos perder de vista lo que MacIntyre recuerda en Animales racionales dependientes, una obra breve que debería ser de obligada lectura. Se trata de que a lo largo de nuestra vida atravesaremos por fases de dependencia. Algunos, los menos, les afectará todo el tiempo. A los más, solo en periodos concretos más bien cortos. Pero al final del tiempo la mayoría volveremos a ser dependientes. Pero también en este caso la sociedad funciona como si siempre fuéramos seres humanos autónomos capaces de realizarnos a sí mismos. Este es el segundo fallo. El primero eran los obstáculos para poder nacer libremente, el segundo el cómo integramos la concepción de la dependencia en nuestra filosofía social y política.
Pero hay más. El hombre se realiza a través de la relación con el otro, con los otros. Como mejor y más entregada sea esta relación, mejor es la conducta humana. Es lo que proclama el cristianismo con el amor al prójimo. No podemos “crecer” sin alteridad. Pero también este factor está olvidado por nuestra sociedad, donde prima el discurso del “qué hay lo mío”, del beneficio personal, la moral utilitarista y relativista que, en definitiva, intenta justificar lo que a mí más me conviene. Y este es el tercer elemento de fracaso de la filosofía cultural y política que nos propone nuestra sociedad.
Al mismo tiempo, el ser humano está cargado de anhelos de infinito. Sus deseos sobre el amor, la felicidad o la belleza sobrepasan todo lo que es realizable en este mundo, y en mayor o menor medida todos somos conscientes de este hecho aunque pocas veces lo racionalicemos. Esta es una diferencia radical con el resto de animales. La respuesta a este deseo, a este anhelo infinito, se encuentra en Dios y en un marco de razón objetiva, es decir la existencia de un relato más grande que nuestro propio relato dentro del que podemos integrarnos, razonar y encontrar respuesta a aquellos anhelos. Pero, esta razón objetiva, esta referencia a Dios que la construye, la Ilustración primero, la modernidad después y de una forma acuciante la actual sociedad desvinculada, la ha destruido. Y entonces estos anhelos de infinito se han convertido en anhelos a ras de tierra, deseos impulsivos que se relacionan con el mundo de las pasiones más vinculadas a las necesidades. El tener, el sexo, el comer, alcanzan proporciones inéditas en nuestra sociedad porque actúan como suplentes, como sucedáneos absolutamente imperfectos de aquellos grandes anhelos no realizados. Los grandes compromisos, que es una forma de sublimar todo un tipo de grandes deseos, los substituimos por militancias partidistas exacerbadas, forofismo de los clubs de futbol y articulaciones de este tipo que en el fondo son circunstanciales, constituyendo más una vía de escape que no un compromiso de vida, pero que sirven para que no pensemos en las grandes cuestiones.
Estos puntos que he subrayado, que constituyen quiebras de nuestra sociedad, están en la base de muchos de los problemas que tenemos, porque un nuevo proyecto social que nos educará en términos positivos sobre nuestra muerte y su significado, una sociedad donde el nacimiento fuera un derecho, donde todos entendiéramos que la relación, la transcendencia hacia los demás, el compromiso personal o cívico con ellos es una necesidad de nuestra construcción humana. Es decir, que hubiéramos dado una respuesta adecuada a nuestros estados de dependencia que fuera capaz de recobrar el marco de la razón objetiva porque se cree en Dios o porque se actúa como si Dios existiera, canalizando así la respuesta a nuestros anhelos infinitos.
En definitiva, una sociedad que no viviera de sucedáneos sería un mundo que nos permitiría no solo ser más felices, sino funcionar mejor porque todos los grandes defectos que ahora sufrimos, empezando por la corrupción, serían mucho más difícil de producirse.
Josep Miró i Ardèvol, presidente de E-Cristians y miembro del Consejo Pontificio para los Laicos
© Fórum Libertas