Buena parte de la vida de los adolescentes transcurre en su centro escolar: colegio o instituto. Un centro de estudios debe ser fundamentalmente eso: un centro de estudios, al que se va para aprender y formarse.
Ha habido en Educación una serie de errores, siguiendo los principios de Rousseau, ese educador que abandonó a sus hijos y del que Voltaire dijo: “jamás se ha empleado tanta inteligencia en convencernos en que debemos volver a andar a cuatro patas”, que han logrado destrozar la enseñanza, transformando los centros escolares en garajes para adolescentes, con ideas como el que los alumnos siempre tienen de por sí ganas de estudiar, y si no lo hacen así, es porque la culpa es del profesor, y con normas como el que un alumno puede pasar de curso con todas suspendidas, clases con alumnos de muy diverso nivel, guerra a muerte a la memorización, la enseñanza de la puntuación y de la gramática son un obstáculo a la creatividad, muchos trabajillos y fichitas en vez de asignaturas concretas, exceso de asignaturas y poco tiempo para las de verdad importantes, supresión de los exámenes de septiembre, o la genialidad que no se podía echar a un alumno de clase, por su derecho a la enseñanza, sin tener en cuenta el derecho del profesor a impartir clase y el de los demás alumnos a recibirla.
Se ha llegado a confundir escolarización con educación. Los resultado de semejantes métodos han estado a la vista de todos los que lo querían ver: un descenso tremendo en el nivel de la enseñanza, y si no ha sido todavía peor, creo que hay que agradecérselo a muchos profesores y alumnos que nunca han pensado que en enseñanza los duros se venden a cuatro pesetas (no conozco el refrán que actualice esto a la época del euro), o que los perros se atan con longanizas.
Es evidente que si se quiere aprender hay que esforzarse, porque nada se consigue sin esfuerzo y que el estudio supone fuerza de voluntad. Han sido los laboristas ingleses los autores iniciales del desaguisado que nos llevó a la Logse, pero también de los primeros en darse cuenta del disparate cometido, porque si algo tienen los ingleses es sentido práctico, y así explicó otro ministro laborista de Educación la marcha atrás: “creo en la disciplina, en una aritmética sólida, en aprender a leer y escribir con corrección, en deberes para casa”.
Por supuesto que es legítimo y bueno tratar de conseguir que todas las personas tengan las mismas oportunidades. Pero la inteligencia, el esfuerzo y el ambiente escolar juegan un papel y no se puede pretender que al final del proceso educativo todos los alumnos alcancen los mismos resultados. Es un deber elemental de cualquier profesor hacer que los buenos alumnos puedan estudiar y trabajar, sin tolerar que los malos alumnos saboteen las clases, aunque la consecuencia sea que unos aprovechan el tiempo y otros no, y ello produce resultados escolares distintos.
Hay también el fallo de pretender que la escuela tiene que ser neutral. Nos guste o no nos guste, la educación no puede ser neutral. Los profesores, quieran o no, educan en valores; porque aunque no lo deseen ni pretendan, están educando en valores. Está claro que la enseñanza pública no es confesional, pero es evidente que no es neutra ni neutral, por la sencilla razón de que la escuela neutra no existe, pues quien pretende que su enseñanza es neutra, ya está educando en valores con los que estaremos de acuerdo o no; e, incluso, pueden parecernos solemnes disparates, pero desde luego la enseñanza, nunca, nunca, es neutral. Todo centro y todo profesor pretende algo de sus alumnos; ese algo, aunque sea el pasotismo más descarado o la apología del terrorismo, son los valores, en este caso negativos, que integran la educación.
Como nos dijo Jesucristo: “la Verdad os hará libres” (Jn 8,32), y por ello los creyentes pensamos que es a través de la verdad como alcanzamos en todos los ámbitos de la vida, la auténtica libertad, una libertad que tiene tanto derechos como obligaciones, una libertad basada en el compromiso y la responsabilidad, y no en el egoísmo individual o colectivo, una libertad que cree en la democracia, pero que considera ésta con el fundamento, más que de la opinión mayoritaria, el del respeto hacia todo ser humano y su común dignidad intrínseca. El profesor tiene que tratar de imbuir a sus alumnos valores positivos que sirvan para el desarrollo de su personalidad, por lo que hemos de defender una educación en valores y virtudes, una educación democrática que inculque el ejercicio y la defensa de los derechos humanos, una educación que no se olvide de Dios, porque cuando se niega a Dios, se niega también el fundamento de la dignidad humana.
El fundamento de la democracia no es el relativismo, sino la búsqueda colegiada de una verdad objetiva que encauce los intereses de todos, para lograr así el entendimiento racional entre los hombres. La libertad no es pura indeterminación, sino que la educación debe enseñar al educando a saber escoger aquello que le va a ayudar a ser mejor, en pocas palabras, a pasar por este mundo haciendo el Bien, porque el Amor y la Verdad son el sentido de la vida.
Pedro Trevijano