Es claro que nos encontramos en una «gran emergencia educativa». Esto que es común y universal con connotaciones propias en cada lugar, en España es algo que apremia y no puede dilatarse. La Iglesia, por su propia naturaleza, siempre ha estado fuertemente interesada por la educación, pero, en los momentos que vivimos, ante tal «emergencia», se ve hoy urgida todavía más a una presencia renovada e intensa en todo cuanto se refiera a la educación en los diversos ámbitos y en el conjunto de la sociedad y de su propia misión.
Quienes me conocen bien saben que insisto una y otra vez en la grandísima necesidad de que la Iglesia trabaje intensamente en todo el tema educativo. Hoy se está jugando el futuro en el terreno cultural y educativo; estamos ante una gran crisis de la educación, nos encontramos en una gran revolución cultural e inmersos en una cultura dominante, que afecta a todos y está caracterizada por el relativismo, factor destructivo, como pocos, de nuestra sociedad.
La educación ocupa ahí un puesto decisivo. Por nuestra parte, por parte de la Iglesia, habremos de ir contracorriente ofreciendo la Verdad de lo que somos y tenemos –Jesucristo– a las nuevas generaciones a través de la educación cristiana, con la certeza de que ahí está el futuro para el hombre, cada hombre y, por supuesto, la misma sociedad.
No podemos tener ningún miedo a decir que tenemos la gran responsabilidad, por servicio a los hombres, –que no por afanes proselitistas, ideológicos o de conquista de poder– de que nuestra actuación en cuanto se refiere a la educación es una obra de evangelización y tiene que ser evangelizadora, tiene que ser una contribución decisiva para que las nuevas generaciones aprendan el arte de vivir y surja una humanidad nueva, hecha de hombres nuevos, en conformidad con la persona de Jesús en quien tenemos la verdad del hombre que nos hace libres , inseparable al tiempo de la verdad de Dios. Esto es evangelizar, esto es educar.
Por ello, creo con toda sinceridad que nuestra presencia educativa ha de ofrecer en libertad y sin imponer la Verdad en la que todo se sustente. Pienso, lo he dicho en muchas ocasiones, que la Iglesia en los momentos actuales ha de ofrecer una verdadera «alternativa de enseñanza», a través de la escuela católica, a través de la familia. Se necesita presentar las claves y criterios para una educación en la verdad y para la verdad, que se plasme en un proyecto educativo –una «alternativa de enseñanza»– común en todos los centros escolares de la Iglesia que implica una visión de la verdad del hombre y del mundo, inexplicable e imposible sin Dios Creador y Redentor; esta misma visión habría de configurar toda nuestra acción educativa cristiana en todas las esferas y ámbitos a los que llega la Iglesia, incluidos también medios de comunicación propios, y, por supuesto, las familias, la catequesis, los grupos apostólicos, las parroquias, etc.
Cuando se publicó la «Alternativa para la enseñanza» del Colegio de Licenciados y Doctores de Madrid en el año 76, la Comisión Episcopal de Enseñanza actuó con una gran inteligencia y anticipo de futuro, siendo consciente de que se avecinaba un gran cambio cultural reflejado ya en esta «alternativa», y publicó en 1979 aquel gran documento «Orientaciones pastorales para la enseñanza religiosa escolar», todavía vigente, que, ofreciendo lo que puede abrir un futuro de esperanza de una nueva humanidad, salía al paso del laicismo y del relativismo que tal «alternativa» ofrecía, en el fondo, como proyecto cultural y de cambio de hombre y de sociedad. Seguimos todavía en plena «batalla» de una enseñanza única, laica, plural en su interior, y relativista; y no podemos dejar de estar en esa batalla ofreciendo, por nuestra parte, en libertad, entre otras cosas, la enseñanza religiosa con todas las exigencias evangelizadoras y educativas de la persona que en el mencionado documento de la Comisión Episcopal de Enseñanza se señalan, y ofreciendo también la escuela católica con su propia «alternativa» educativa.
Cuando pienso que todavía tenemos una parte muy importante de los niños y jóvenes en nuestros centros, un número todavía bastante significativo de chicos en las clases de religión en la escuela, la mayoría grande de los niños en la catequesis de iniciación cristiana, buena parte de preadolescentes y jóvenes preparándose para la confirmación y en actividades de tiempo libre, me estremezco por la responsabilidad que tenemos, pero también me lleno de esperanza por las grandes posibilidades que Dios nos ofrece a la Iglesia en España, en estos momentos.
Por eso pienso que es tan decisiva la pastoral educativa, que, por lo demás, es inseparable de la pastoral de iniciación cristiana. Ante la «emergencia educativa» de España, en situación tan delicada como la que atravesamos, la Iglesia puede y debe estar ahí, sin «arrojar la toalla» y sin ningún complejo ni miedo, ofreciendo la única Verdad que salva. Apostar por la educación cristiana es inseparable de la apremiante llamada a una nueva evangelización. Este año que acabamos de comenzar, dentro del «Año de la Fe», creo que es una llamada a que, todos juntos y muy unidos, quienes formamos la Iglesia en España respondamos con decisión y unidad a este desafío y claramente apostemos por la educación cristiana, apuesta que constituye un imprescindible servicio a la sociedad y a cada uno de los que la integramos. Esto es también expresión de la caridad que nos urge y apremia.
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