Hay asuntos que parecían comúnmente admitidos. Pero no. Me refiero a la clase de Religión. Cuando el actual Gobierno ha querido justamente señalar un estatuto más adecuado que el que tenía a la enseñanza religiosa en la escuela, en seguida se han alzado voces discrepantes. No pretendo entrar en polémica, porque creo que las cosas están bastante claras. Se trata de un derecho fundamental que tienen los alumnos y padres que libremente lo soliciten. El Estado tiene la obligación de facilitar el ejercicio real de este derecho fundamental, que asiste a padres y alumnos, y a nadie perjudica, ni a nadie se impone.
La enseñanza religiosa es un aspecto fundamental en la formación integral de la persona y un elemento imprescindible en el ejercicio del derecho de libertad religiosa y de conciencia. Es un derecho garantizado por la Constitución. Sin esta garantía la Constitución no habría tenido en cuenta, en efecto, ni la formación plena del alumno ni la libertad religiosa.
Es necesario insistir en que los padres son quienes tienen el derecho de educar a sus hijos conforme a sus propias convicciones y creencias, como reconoce el mandato constitucional. La enseñanza de la religión en la escuela no es un privilegio de la Iglesia Católica en el marco escolar. No es meramente una cuestión de derecho positivo de unos Acuerdos Internacionales entre el Estado Español y la Santa Sede, que, por supuesto, deben cumplirse. Estos Acuerdos no hacen otra cosa que concretar lo que corresponde a padres y alumnos –y a la misma Iglesia que tiene el deber de atender con solvencia y garantía a la solicitud que éstos hacen a la Administración–. Cuando el Estado garantiza la enseñanza de la religión y moral en la escuela cumple sencillamente con su deber; y fallaría en ese mismo deber para con los ciudadanos –y por tanto para con la sociedad– si no propiciase el libre y pleno ejercicio de este derecho o no posibilitase de manera suficiente su adecuado desarrollo.
Defender, proteger y reclamar que se cumpla este derecho en todas sus exigencias, en equiparación al resto de las otras áreas de aprendizaje o disciplinas principales, es defender, en su raíz misma, el ejercicio de las libertades fundamentales. Inhibirse, no reclamar o desproteger todo lo legítimamente exigible en este terreno, vale tanto como dejar libre el camino al recorte de otras libertades, e incluso a la desmoralización de la sociedad. Para los católicos, es un deber muy serio y una necesidad grande la formación religiosa y moral en los centros escolares, en los que se forma el hombre y la sociedad de mañana. No se trata de una cuestión ideológica, sino de derechos. Un estado democrático no debe dar la espalda al ejercicio de este derecho de padres y alumnos. Con frecuencia en ciertos medios y por algunos grupos se vierte la idea de que la clase de religión es algo atávico y una rémora para la modernización de la sociedad que la Iglesia trata de mantener empecinadamente como privilegio particular. No faltan quienes opinan que ya estaba bien como estaba la enseñanza religiosa; pero hay que reconocer que como estaba –no fue posible otra cosa– no respetaba entera y suficientemente lo que el ejercicio del derecho a la enseñanza religiosa pide, de suyo. La legislación vigente es francamente mejorable, sin lesionar nada ni nadie; el actual estatuto origina tales dificultades que repercuten en deterioro de la clase de religión. (Hay que reconocer que alumnos y profesores, a veces, tienen que superar heroicamente no pocas dificultades, que van en deterioro de la formación integral). Pienso, por otra parte, que deberíamos haber aprendido ya que el progreso económico no está unido al recorte de la libertad religiosa: y recorte sería el que la enseñanza religiosa no poseyese el estatuto propio que habría de corresponderle conforme a la naturaleza educativa de la escuela y a la necesidad de la formación integral de la persona. No caigamos en la trampa de considerar que el tema de la enseñanza religiosa escolar es un asunto privado o de la Iglesia. Es una cuestión en la que está en juego la persona y la sociedad. Se necesita un apoyo social, legislativo y efectivo a este derecho y deber, por la importancia que la enseñanza religiosa tiene para el «aprender a ser hombre», y a realizarse como persona con sentido, libre y verdadera. Lo que se haga en este terreno contribuirá al rearme moral de nuestra sociedad y a la humanización de la misma, sin lo que no hay progreso digno de llamarse así.
«El estudio de la religión en la escuela –señalaba hace unos años la Comisión Episcopal de Enseñanza– es un instrumento precioso para que los niños y los jóvenes crezcan en el conocimiento de todo lo que significa su fe, a la par que van desarrollando sus saberes en otros campos. Comprenderán que creer en Dios ilumina las preguntas más hondas que ellos llevan en el alma y que Jesucristo es la revelación plena del misterio de Dios y del camino del ser humano. Entenderán la cultura en la que viven, cuyos valores y expresiones artísticas y de todo orden hunden sus raíces en la fe cristiana. Aprenderán a valorar lo bueno que hay en otras religiones y a respetar la dignidad sagrada de todos los hombres, creyentes o no. Adquirirán una visión armónica del mundo y de la vida humana que les capacitará para ser personas más felices y ciudadanos más libres y responsables, constructores de verdadera convivencia y de una sociedad en paz».
Es necesario que la enseñanza religiosa se reclame e imparta, se dignifique y se potencie, se acredite, cada día mas ante los alumnos, padres, profesores, sociedad y se regule mejor.
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