El mundo entero mira con recelo, y en cierto modo con temor las convulsiones del mundo islámico, en estos momentos la principal amenaza de la paz mundial. En casi todos los conflictos registrados en los últimos tiempos está presente algún sector del Islam. Superada la guerra fría, que tantos trastornos y daños causó al mundo por la hegemonía planetaria, cuando parecía que la convivencia internacional podía hacerse realidad bajo la batuta de la civilización occidental, o más exactamente de Estado Unidos, brota de forma violenta el rechazo del extremismo musulmán.

El Islam, una religión medieval fundada por Mahoma, el Profeta, a principios del siglo VII, se expandió rápidamente mediante la espada por lo que ahora llamamos Oriente Medio, norte de África (donde aniquiló al cristianismo), penetrando en Asia a lo largo del Océano Índico, etc. Más por métodos bélicos que por la predicación, los primeros califas lograron crear un inmenso imperio unido por una misma fe. Sin embargo, su penetración en Europa encontró siempre una firme resistencia y aun grandes acciones y periodos de contraataque, como las Cruzadas, la Reconquista española y la batalla de Lepanto, capitaneada por España.

Sus triunfos iniciales, que fueron muchos, extensos y duraderos, no impidieron las divisiones y enfrentamientos entre ellos, que sin duda debilitaron su capacidad conquistadora. Entre tanto el mundo occidental, su gran enemigo que había logrado pararle los pies, siguió su evolución y creó el mundo moderno, matriz del portentoso de desarrollo tecnológico que vino después.

El área islámica, en cambio, se anquilosó y acabó siendo presa fácil, a partir del siglo XVIII, de la voracidad colonialista de las grandes potencias europeas, en particular de Gran Bretaña y Francia, a las que siguieron Holanda en Indonesia y, tardiamente, Italia en lo que ahora es Libia, y Rusia, en Asia Central. Hago abstracción de la expansión colonial de Bélgica y Portugal en África, porque no actuaron en zonas propiamente musulmanas. La acción de España fue minúscula.

Resultado: todo el Islam, antaño poderoso, quedó sometido al dominio de los países que ellos llamarán cristianos, si bien se respetaron las costumbres y normas coránicas de los territorios sometidos. Una vez más se puso de manifiesto el axioma no escrito pero validado por la historia, que quien domina la técnica está en condiciones de dominar el mundo.

La descolonización que siguió a la segunda Guerra Mundial, no trajo la liberación de los países hasta entonces colonizados, sino la mutación de “amo”. Cambiaron el “yugo” suave y provechoso de las potencias coloniales occidentales por tiranos locales que ejercieron el poder con mayor violencia y despotismo. Para las naciones europeas fue una bendición del cielo quitarse de encima el pesado y costosísimo fardo de las colonias, aunque parte de sus dirigentes no lo entendieran y trataron de perpetuar, a veces por la fuerza, el statu quo hasta entonces vigente. Fue una reacción torpe e inútil.

En resumen, los musulmanes de cualquier parte, los integrantes del pueblo llano musulmán, no han conocido nunca la libertad personal. ¿Qué sucederá cuando descubran lo que eso significa para la dignidad de las personas? La llamada “primavera árabe” no parece que vaya a favorecer las libertades individuales. Una vez más observamos que las revueltas de este o el otro lugar, lo que trae consigo es el cambio de “amo”, pero no mucho más. Las masas están acostumbradas a tener un “amo”, lo han tenido siempre, pero ¿hasta cuando soportarán esta situación?

En todo caso el Islam tiene dos asignaturas pendientes, cuya superación no se adivina fácil ni próxima: la liberación de la mujer, o, mejor dicho, su dignificación, sometida a un régimen de servidumbre radicalmente opuesto a los derecho humanos, y la libertad religiosa, que choca de frente con el exclusivismo del Corán, preconizador de la intolerancia y la eliminación, incluso física, del “infiel”, en particular de los cristianos. De ahí la pertinaz y sostenida persecución de estos últimos en muy distintos lugares.

El Islam tiene un gravísimo problema de adaptación el mundo actual. Si aplica las normas coránicas al pie de la letra, no puede permitir en sus áreas de dominio la tolerancia y reconocimiento de otras creencias, ni siquiera de otras interpretaciones del Islam, como vemos en la lucha a muerte entre suníes y chiíes.

Si, por el contrario, los dirigentes musulmanes de un lugar dado aflojan el rigor dogmático y tratan de establecer fórmulas de convivencia pacífica con las demás religiones, los mahometanos estrictos se revuelven y, si al caso viene, recurren a la sedición y a las armas. Su concepto de que el Corán es inamovible hasta en los detalles más insignificantes, es decir, más de costumbres que de fe (como la prohibición de comer “jalufo”), les impide cualquier evolución y hasta la convivencia con los demás seres humanos. ¿Tienen, entonces, sitio en este planeta? ¿Podrán salir del atraso sin adoptar la tecnología avanzada de los que consideran sus enemigos? ¿Pero es posible modernizarse técnicamente sin adoptar la cultura que propicia las técnica que quieren copiar? Quizás, pero siempre a remolque de quienes las crean y desarrollan... Y las cobran. En pocas palabras: siempre dependiendo de los “infieles”, por mucho maná petrolífero que se tenga, que no todos los países musulmanes lo tienen.