“Como cristianos, nuestra misión y vocación es ser signo e instrumentos de unidad”, aseguró el Papa en su audiencia de los miércoles unas horas después de aterrizar de su vuelta de Bulgaria y Macedonia del Norte. Es la unidad que dice haber sentido y vivido en su visita a aquellos países. Insiste mucho el Papa en que debemos estar atentos a lo que nos une, más que a lo que nos separa. Ya sabe él que hoy escasea la unidad, pero cada día es más lo que nos une. Luchemos, pues, por conseguirlo.
No obstante, sabemos por experiencia que, por muy buena intención que llevemos, no siempre es posible hacerlo, dada la mala idea de tantas personas e incluso de muchos de nuestros hermanos en la fe, hasta de esos que parecen y van de ejemplares. Más aún, precisamente de ellos. Porque esos que “van de” a menudo son las personas más vacías y amargadas del mundo. Algunos, ciertamente, pretenden siempre imponerse, reafirmarse para atolondrar más aún su egocentrismo. Un egocentrismo que, por desgracia y con poca gracia, como ponen involuntariamente en evidencia ellos mismos, jamás son capaces de aceptar públicamente. Eso sí, de tantas maneras observamos que de él son conscientes, y que hipócritamente pretenden colarlo a hurtadillas aprovechándose de la buena fe de muchos de nosotros, de su propia conciencia y de su relación con Dios.
Para conseguir sobreponernos al Mal, a todo mal, según aseguró el Papa en la misma audiencia, Jesucristo, con su oración y en especial en los momentos de Pasión, “nos ha dejado la más preciosa de las herencias”. “En la hora de la batalla final, ordena a Pedro poner su espada en la vaina, al ladrón arrepentido le asegura el paraíso, a todos los hombres que lo rodeaban, inconscientes de la tragedia que estaban realizando, ofrece una palabra de paz: ‘Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen’”. Perdonémoslos, amémoslos. No debemos engañarnos, todos sabemos cuánto nos cuesta y lo difícil que es amar a nuestros enemigos, en tantas ocasiones porque no nos dejan amarlos, por orgullo y para no debernos nada.
Pero tengamos presente que, en cada día más numerosas ocasiones, esos que parece que son nuestros enemigos son los que más nos aman en su interior, pero no son capaces de reconocerlo, y por eso, también, de rebote y refilón nos odian. El amor, en ocasiones, está muy cerca del odio; sobre todo en los casos patológicos.
Efectivamente, luchando en contra de sí mismos y de los demás, su fantasmal soberbia los ciega y los lanza a procurarnos mal gratuito, que es el que más duele. Y lo hacen para no aceptar de ninguna de las maneras que nos aman más que se aman a sí mismos. Nuestro comportamiento, nuestro testimonio les llama la atención más de lo que inconscientemente están dispuestos a aceptar, y no quieren aceptarlo. Es aquello de la contradicción de “los buenos”. Lo clarifica San Josemaría: “Cuando quizá ‘los buenos’ llenen de obstáculos tu camino, alza tu corazón de apóstol: oye a Jesús que habla del grano de mostaza y de la levadura (...)” (Camino, n. 695). Eso es morir a uno mismo, desprenderse de la afección de los demás, ser desprendido y vivir solo por y de Dios, y de ahí resurgir, renacer, nacer de nuevo: “De sus entrañas brotarán torrentes de agua viva” (Jn 7,38). Ante esos acontecimientos dolorosos, no desfallezcamos en la fe y permanezcamos, al menos, con una cosa clara: “¡Cuánto duele a Dios y cuánto daña a muchas almas —y cuánto puede santificar a otras— la injusticia de los ‘justos’!” (Camino, n. 450).