Me ha regocijado mucho la polvareda de discusiones memas que se ha suscitado en torno al concepto de «feminismo liberal». En medio de mil argumentaciones ineptas he escuchado, incluso, a un ministro afirmar que tal expresión constituye «un oxímoron». ¡Aquí se perciben los efectos estragadores de una formación deficiente, ayuna por igual de doctrina política y de preceptiva literaria! Pues la expresión «feminismo liberal» no es un oxímoron, sino un pleonasmo como un castillo.
El liberalismo, despojado de farfollas retóricas, no es otra cosa sino exaltación del individualismo y la autodeterminación; promesa de emancipación de todas las cadenas que no es, a la postre, sino ruptura de los vínculos comunitarios que nutren y arraigan a los seres humanos (incluido el vínculo original que los une con su Creador). Esta autodeterminación que nos propone ser dueños de nuestra biografía, construyéndola a nuestro gusto, sin sometimiento a otra ley que no sea la de nuestra voluntad es, en realidad, el alma del liberalismo; y encuentra su plasmación fetén en todas las ideologías de la identidad que engatusan a sus adeptos con una promesa de endiosamiento (o, como se dice ahora, «empoderamiento»), para uncirlos más fácilmente al yugo. Y es que el mal, cuando es sofisticado y protervo (o sea, el mal propiamente dicho) necesita ofrecer a quienes anhela destruir una golosina que los contente, como a Fausto le ofreció la eterna juventud.
Nos enseñaba Castellani que la libertad preconizada por el liberalismo no tenía otro fin sino «servir maravillosamente a las fuerzas económicas que en aquel tiempo se desataron». Y es que, en efecto, el capitalismo necesitaba para prosperar que la institución familiar se sometiese a la organización económica; necesitaba que los trabajadores tuviesen cada vez menos hijos, para que los salarios descendiesen hasta un nivel mínimo de subsistencia (según preconiza la «ley de bronce de los salarios» de David Ricardo) y su imposición no se tropezase con resistencias (pues lo que hacía fuertes a los trabajadores era la cohesión familiar y el sostenimiento de su prole). Así Jean-Baptiste Say, en su Tratado de economía política, afirmará que el trabajador idóneo es el soltero, puesto que no necesita mantener una familia; y que el sistema capitalista no logrará triunfar hasta que no se consiga que una mayoría de trabajadores reduzcan al máximo su prole. En este combate contra la institución familiar, que siempre el liberalismo disfrazó de batalla a favor de la «libertad individual», el feminismo iba a convertirse pronto en instrumento eficacísimo. Quien primero lo expondrá descarnadamente es John Stuart Mill, que como otros liberales maltusianos (¡otro pleonasmo!) quería que la población trabajadora aceptase una «restricción voluntaria del incremento de su número» (y, por lo tanto, una restricción de sus salarios). Stuart Mill entendió astutamente que, para que esa «restricción voluntaria» se impusiese, convenía enviscar a la mujer contra el hombre, avivando en ella la conciencia de agravio y exaltando su vocación profesional en detrimento de su vocación de maternidad. De ahí que, en la polvareda de discusiones memas suscitada en torno al pleonasmo «feminismo liberal», la hilaridad mayor me la hayan provocado quienes afirman que mediante el feminismo se combate el capitalismo.
Pero ya Pasolini nos advirtió que «la revolución neocapitalista se presenta taimadamente como opositora, en compañía de las fuerzas del mundo que van hacia la izquierda». Así la izquierda se convierte en el tonto útil del capitalismo.
Publicado en ABC.