[Entre el 18 de abril y el 31 de julio, el escritor Juan Manuel de Prada ha llevado en el diario ABC su particular diario de la pandemia en forma de punzantes Cartas del sobrino a su diablo, evocando la célebre obra de C.S. Lewis. Ayer sábado la serie llegó a su fin con la entrega XXXI, que reproducimos a continuación.]
Te escribo desfallecido, abominable tío Escrutopo, consciente del engaño que los carcamales de tu generación urdisteis para embarcarnos a los diablos jovenzuelos en una misión imposible. Al fin entiendo el sentido de aquel pasaje de la Epístola de Santiago, donde se afirma que los demonios «creen y tiemblan». No podemos, en efecto, ser ateos puesto que hemos conocido al Enemigo; y este conocimiento nos obliga a temblar, pues nos permite saber que nuestra derrota final ha sido decretada.
Una prefiguración de esa derrota la he probado en Alcalá de Henares, adonde llegué envanecido con la pretensión de destruir a ese obispo que osó contravenir arrogantemente mis indicaciones cuando se desató la plaga coronavírica. Pensé -¡iluso de mí!- que el mejor modo de desacreditar a este obispo complutense era poseerlo, para que empezase desde ese mismo instante a hacer las mamarrachadas tan gratas a nuestra Legión: cháchara sociológica a granel, activismo filantrópico, panegíricos de la Transición, plegarias contra el cambio climático, etcétera. No se me escapa que, cuando los demonios tomamos posesión de alguien, ni siquiera logramos conquistar su voluntad, sino tan sólo privarlo de ella; por lo que no puede decirse que el poseso peque ni, por lo tanto, condene su alma. Pero la posesión diabólica no tiene como objetivo condenar al poseso, sino desalentar y amargar a quienes constatan sus cambios horrendos. Convirtiendo a este obispo complutense en un poseso -calculé-, sus feligreses se desesperarían, considerando que la naturaleza humana es en realidad vil e inmunda, más vil e inmunda incluso que la naturaleza de las bestias; y, llegados a esta conclusión, los feligreses del obispo poseso se entregarían a la vida propia de las bestias.
Así que entré en la catedral de Alcalá disfrazado de súcubo, con mi top melonero y mis mallas apretonas, dispuesto a poseer al obispo complutense. Pero me tropecé, presidiendo el altar mayor, con una custodia coruscante que vestía la Hostia de hermosura y luz no usada. Y, sorprendido por aquella visión inopinada, noté enseguida que todas mis almorranas se achicharraban, que mi rabo se volvía rábano, que todo mi ser se ulceraba y todos mis ímpetus sucumbían. Y, mientras me sentía desfallecer, acudió en mi socorro el obispo, que en lugar de mirarme como a un ser indigno, me tendió una mano samaritana, para ayudar a alzarme. Y al sentir el tacto de aquella mano, recordé que yo también fui creado -allá en el origen de los tiempos- amorosamente para que, a mi vez, obrase con amor hacia los demás; recordé que yo también fui destinado al eterno banquete celestial, donde los hombres al fin se convertirán en hermanos gloriosos de los ángeles, lavados de sus pecados y sus coronavirus. Y, mientras el obispo me invitaba a rezar con él ante la custodia coruscante que abrasaba todo mi ser, sentí una nostalgia abrumadora -al principio apenas perceptible, como un rescoldo moribundo, pero enseguida llameante como un incendio- de aquella vida beata para la que fuimos creados.
«¿Crees en Dios?», me preguntó el obispo. A lo que yo susurré cabizbajo: «Creo y tiemblo». Y, aplastado por una tristeza del tamaño del universo, me dejé acunar por la cantinela del rezo del obispo, una letanía dirigida a los santos, respondiendo a cada invocación: «Ruega por nosotros». Y, mientras respondía, sentía crecer dentro de mí la añoranza de aquella compañía bienaventurada. Y deseé entonces perecer, coronavírico perdido pero arrepentido de mi orgullo, como cualquier humilde mortal que obtiene, para obtener la recompensa de los bienes eternos. Y, al recordar que yo no puedo arrepentirme, lloré lágrimas de azufre. Ahora ya puedes destituirme, maldito mono de Dios.
Publicado en ABC.