No se trata de aprehender e interpretar la realidad en función de nuestras propias ideas y/o creencias, sino en función de la verdad que ilumina esa realidad. Y en tratándose de la verdad, los gustos e inclinaciones personales no hacen sino cubrirla con un tupido velo de prejuicios que la ocultan a nuestra visión intelectual e imposibilita su comprensión.
Todavía hay gente que no cree realmente que no sea la tierra el centro del Sistema Solar y aún del Universo, porque tenemos la tendencia a no dar crédito sino a aquello que percibimos con nuestros sentidos y no representa dificultad ni esfuerzo alguno para nuestra entendederas.
Si arrojamos de lo alto de un precipicio y en el mismo instante una bola de acero macizo que pese cien toneladas y las llaves del coche, ¿qué se estrella primero con el suelo?. Haced la pregunta a vuestros amigos y no dudéis cuál será la mayoritaria respuesta.
Así sucede en cuestiones tan evidentes como las relacionadas con el comportamiento físico de la materia visible a nuestros ojos y fácilmente accesible a nuestro análisis y experimentación; incurrimos una y otra vez en el error de hacer de nuestros sentidos y de nuestra escasamente entrenada sesera, el criterio de verdad con que juzgamos los hechos físicos.
Ya no digamos cuando se trata de cuestiones que transcienden la realidad física, pero que son aún más reales y afectan nuestra vida con mayor contundencia que la misma materia de la que estamos hechos; ya no digamos cuando se trata de esa realidad sobrenatural que informa la materia toda del universo y el mismo origen y estructura de ese universo.
Por supuesto somos libres, así hemos sido creados y el Creador no se contradice a sí mismo. Libres de actuar contra la las leyes de la física y optar por arrojarnos por un precipicio junto a la bola de acero y las llaves del coche. Pero lo que no poseemos es libertad ni poder para revertir las consecuencias de nuestro libre albedrío. Llegaremos al suelo a la par que la pesada bola y las llaves de nuestro coche, pero no podremos transmitir personalmente a nadie los resultados de nuestro experiencia.
Lo mismo sucede con la ley moral que también nos ha sido dada sin previa consulta por parte del Creador de todas las cosas; libres somos de tirarnos por el precipicio de nuestra desobediencia a Dios, y aún tratar de ocupar su lugar para decidir libremente en torno al bien y el mal, la verdad y la mentira, lo dulce y lo amargo para la boca y el corazón del hombre. Y aún podemos alcanzar el paroxismo de negar nuestra propia naturaleza y entronizar la ideología de género en el altar diabólico de nuestra impiedad o decidir sobre la vida y la muerte de millones de seres humanos en el vientre de sus madres.
Pero, una y otra vez, las consecuencias de nuestra locura, -que en eso consiste toda desobediencia a la Ley de Dios-, se traducen en oscuridad, sufrimiento y muerte para nosotros y para nuestros descendientes por muchas generaciones.
Ha llegado el hombre a creer que es bueno y que para serlo no precisa vivir enraizado en la presencia de Dios en el mundo, ya no digamos en Su real presencia en la Iglesia de Cristo; cree el hombre, como digo, que es bueno sin caer en la cuenta de que su bondad autónoma radica en serlo a manera de vaca con su ternero o de oveja con el rebaño, eso sí siempre y cuando el ternero y el rebaño represente algún tipo de utilidad o de capricho que satisfacer.
Es un misterio que personas tan dotadas intelectualmente y brillantes como lo fueron los citados Ortega o B. Russell, no alcanzaran a percibir su fundamental condición de criaturas y truncaran sus vidas y las de muchos de sus semejantes a quienes contribuyeron a confundir con sus ocurrencias y erróneas opiniones en torno a las cosas que real y verdaderamente importan.
A éstos como a tantos otros ayer y hoy, les ganó esa diabólica soberbia que emponzoñaba su tiempo como emponzoña el nuestro, y les faltó esa humildad y bienaventurada pobreza de espíritu que hace grandes a los hombres y los eleva por encima de sus propias miserias y limitaciones, dando frutos que sobreviven al decurso de los siglos y tanto bien hacen a las sucesivas generaciones.
Todos sus talentos, cultura y capacidad de trabajo, sirvieron para casi nada excepto para añadir unas cuantas opiniones más al marasmo y confusión generado por los que, ayer y hoy, han incurrido y se empecinan en incurrir en la locura de querer sustituir al Dios que se hizo hombre por el hombre que se cree él mismo un dios.
Pronto se recordará y celebrará de nuevo, en muchas partes del mundo, el más grande y feliz acontecimiento de la historias de la Creación: Dios, omnipotente e infinito, vuelve a salir a nuestro encuentro haciéndose pequeñito y revistiéndose de nuestra carne en el seno de una joven y virgen judía, llamada María, que vivía en una cueva en un desconocido y perdido pueblecito de Israel.
Se trata del sobrecogedor misterio de la Encarnación y del nacimiento de un niño que es Dios, -eterno, omnipotente e infinito-, a quien como criaturas sólo podemos acercarnos con "temor y temblor", pero que en lo sucesivo podemos tratar como un Padre que nos ama tanto que nos entregó a su amado Hijo unigénito Jesús, para que encuentren la Verdad los que la buscan con honestidad, sean respondidos los que llaman a sus puertas con el corazón limpio, y reciban sus riquezas y consuelo los que las piden con un corazón sincero y la mente abierta a la inteligibilidad de sus misterios.
No debemos juzgar a las personas y nuestra actitud con el prójimo, sean o no de nuestro agrado, debiera ser siempre un reflejo de la infinita misericordia y paciencia desplegada por Dios con cada uno de nosotros; pero por la misma razón, no debemos contemporizar con el dramático error que ha supuesto y supone negar la presencia y providencia del Creador en nuestra vidas y en el mundo desde el principio de los tiempos.
Ortega y B. Russell, no son sino la consecuencia de las ideas y creencias de un tiempo y circunstancias, herederas del errado espíritu ilustrado, que creyeron que sin Dios el hombre podría alcanzar su propia felicidad y autonomía, cuando por lo contrario todos los indicios desde el punto de vista filosófico, científico e histórico, apuntan en la dirección contraria, esto es, que "el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado".
San Agustín, tan admirado por Ortega, supo verlo a tiempo y en eso radica su grandeza y los frutos de su intensa vida; y el admirado por todos y perspicaz Platón, supo percibirlo y dejarlos anunciado en el "Fedón"
“Me parece a mí, oh Sócrates, y quizá también a ti, que la verdad segura en estas cosas no se puede alcanzar de ningún modo en la vida presente, o al menos con grandísimas dificultades. Pero pienso que es una vileza no estudiar con todo respeto las cosas que se han dicho al respecto, o dejar las investigaciones antes de haberlo examinado todo. Porque en estas cosas, una de dos: o llegar a conocerlas, o, si esto no se consigue, agarrarse al mejor y más seguro entre los argumentos humanos y con éste, como en una barca, intentar la travesía del piélago de la vida. A menos que no se pueda con más comodidad y menor peligro hacer el paso con algún transporte más sólido, es decir, con la ayuda de la palabra revelada del dios”
Pues lo dicho, Feliz Navidad y que el niño Jesús nos alumbre a todos con la luz de su humildad y amor al cumplimiento de la Voluntad del Padre suyo y Padre nuestro que está en los cielos.