Chesterton juzgaba el suicidio «mal definitivo y absoluto», porque a diferencia del asesinato, que mata a otro hombre, el suicidio mata a todos los hombres, aniquila al mundo entero. Cuando rompemos el vínculo con el ser, destruimos espiritualmente el universo.
¿Y qué decir de una época que consagra legalmente este aniquilamiento? No puede ya llamarse civilizada, pues ha entronizado el virus de la desesperación, que cuando se cuela de rondón en las comunidades humanas acaba por gangrenarlas; y que, cuando es entronizado, provoca su disolución en medio de horrores abominables que hoy todavía no podemos ni imaginar; pero que terminaremos probando en nuestras propias carnes, o en las de nuestros hijos. Porque allá donde no se protege el vínculo con el ser, el «derecho a la vida» acaba degenerando en un «permiso para vivir» que concede graciosamente el poder establecido, o la convención social aceptada por las masas cretinizadas.
«No se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años; porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía», le dice el buen Sancho, llorando, a su amo moribundo. Y en otro lugar, cuando don Quijote siente ansias de morir, por padecer tantas desgracias, insiste Sancho: «Yo, a lo menos, no pienso matarme a mí mismo; antes pienso hacer como el zapatero, que tira el cuero con los dientes hasta que le hace llegar donde él quiera; yo tiraré de mi vida comiendo hasta que llegue el fin que le tiene determinado el cielo; y sepa, señor, que no hay mayor locura que la que toca en querer desesperarse». Donde se aprecia que, para Sancho, la razón primordial para oponerse al suicidio no es el apego legítimo a la vida (ese apego que nuestra época ya ni siquiera tiene, porque ha dejado de considerarla un don que se recibe con gratitud y se celebra), sino la gravedad intrínseca de la desesperación. Que, en efecto, es «la mayor locura», porque primero destruye nuestra libertad, ofuscándola, hasta destruir también nuestro vínculo con el ser. Y esta desesperación, que es la mayor locura, es la que ahora la chusma de la carrera de San Jerónimo ha consagrado como ley, para destruir definitivamente al pueblo al que previamente convirtieron en masa cretinizada.
Me repugna vivir en esta España terminal que se abraza orgullosa a la mayor locura, aplaudiéndola como si de un avance moral se tratase. Y me refugio en la lectura del Quijote, máximo testimonio de una España heroica que ya no existe, donde sólo se aceptaba la muerte propia como entrega generosa al prójimo. Una España donde se sabía que ya el tiempo «tiene cuidado de quitarnos las vidas, sin que andemos buscando apetites para que se acaben antes de llegar su sazón y término y que se caigan de maduras». Pero España ya no pude mirarse en el espejo de Cervantes; y una España indigna del mejor de sus hijos merece perecer cuanto antes.
Publicado en ABC.