Hace pocos días he oído un consejo para un nuevo diputado, máxime si es portavoz: Ten siempre palabras, porque "se suele decir que un diputado tiene siempre más palabras que ideas”. El comentario, medio en broma medio en serio, tiene mucha miga. Mi reflexión no va contra este colectivo concreto (cada quien que se ajuste el traje que le queda), sino a propósito de esta convicción tal vez inconscientemente aceptada: ten siempre palabras para salir adelante, incluso aunque no tengas ideas. ¿Hay circunstancias, ambientes, trabajos, en los que no tienen que importar las ideas, sino solo las palabras? ¿Cuenta tanto la apariencia, el ladrillo buenavista, el vestido que llevamos, y sólo eso?
El ser humano tiene palabras porque necesita expresar ideas, y cuando las segundas faltan, las primeras pierden su peso específico, su valor, y flotan en el mar de las turbulencias, arrastradas de un lado a otro según las conveniencias e intereses. Las ideas nacen del pensamiento, de uno de los actos propios del hombre (junto con el querer y el amar). Y como fruto maduro, germinan las palabras, las expresiones tangibles, audibles, concretas, de estas ideas. El hombre habla porque piensa, y porque supone que sus oyentes, los destinatarios de esa idea, también piensan, es decir, escuchan los sonidos que produce la boca y entienden y juzgan su contenido.
En cualquier definición de idea, de pensamiento, siempre late un sujeto que “cocina”, que “da vueltas”, que “reflexiona”, un sujeto que es persona. Alguien piensa la idea, alguien la dice, alguien la escucha, alguien la repite, alguien la entiende. Y gracias a ese alguien la palabra no vuela, como una hoja seca en día vendabal; permanece en la historia y la cambia, para bien o para mal.
Una de esas grandes palabras se dijo en 1948, cuando Europa occidental no salía de su asombro ante la masacre nazi. Se proclamaron solemnemente cosas como ésta: “Todos los seres humanos son miembros de la familia humana”, “nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros". Y aquí se plantea el siguiente interrogante: ¿basta con que una palabra tenga detrás una idea? Las expresiones de esa Declaración fueron grandes y hermosas, y no digamos las ideas que estaban detrás. ¿Pero esas palabras, esas ideas, han hecho mejor al hombre? ¿Cómo conviven estas palabras con patentes injusticias y desigualdades, con el terrible cáncer de la pobreza y los millones y millones de inmigrantes que recibe ”la sociedad occidental”? ¿Qué hemos hecho mal para que esta crisis multidisciplinar nos coma a mordiscos mientras vemos cómo engorda el paro, la corrupción, los impuestos...?
Tal vez falten Ideas verdaderas, ideas que nazcan de una raíz fuerte, humana y más que humana, que sean capaces de traducir la verdad que hay en ellas en obras en favor de la persona y el bien común. Muchos humanismos modernos buscan el bien de la persona, o eso dicen. Pero ¿cuántos buscan el bien común, el bien de todas las personas y para todas las personas? ¿Cuántos buscan lo común, la comun-unión que hay detrás de ese bien?
El verdadero desarrollo ha de tener en cuenta que la persona humana no es principalmente ni sólo objeto de unas determinadas acciones, sino sujeto llamado por Dios, por los otros y por las circunstancias del momento a responder plenamente a su vocación.
Para hablar, en sentido pleno, perfecto, no siempre es necesario echar mano de las palabras. Ahí está la Palabra, el Verbo, el Hijo de Dios, que en estos días no puede hablar. No lo puede hacer porque es un bebé, un pequeño Niño que nace (eso significa Navidad) y viene a nuestro mundo. Esta Palabra no habla, sólo se da, se entrega, ama.