Avanzamos raudamente hacia la Navidad: menos ya de quince días para sumergirnos en esa gran luz que de la primera Navidad se deriva, y que «ilumina a todo hombre que viene a este mundo».
Nos encontramos inmersos plenamente en el camino del Adviento de tan honda y grande significación para los que viven esa fe, que arranca precisamente de lo que aconteció en aquella «Navidad». Quienes sigan con sentido religioso este tiempo de Adviento y tengan la suerte, mejor, reciban la gracia y sientan la dicha de entrar en los textos de la Sagrada Escritura que la Iglesia selecciona y ofrece para este tiempo, se encontrarán con un caudal desbordante de palabras, de promesas, de llamadas que alientan a la esperanza, en medio de situaciones muy difíciles, imposibles para los hombres y sus limitados recursos; un verdadero derroche de luz que penetra hasta lo más hondo de las oscuridades que, de una u otra manera, se ciernen sobre la humanidad entera. Sin que se disipen por completo las sombras que nos envuelven, la luz que proyecta el Adviento anticipa ya una aurora que inunda de alegría y la esperanza que lleva a vivir y caminar de manera renovada.
El Adviento, en efecto, invita, urge, apremia, a una alegría desbordante. Razón de ella: la cercanía del Señor, la alegría de la aurora que presagia el nuevo día. La alegría acompaña siempre la presencia del que viene en el nombre del Señor. «Alégrate, María», escucha la Santísima Virgen en la anunciación. Por su parte, Juan, «enviado a preparar los caminos», salta de alegría en el seno de su madre, Isabel, ante la presencia del Hijo del Dios altísimo que está en el seno de María. «Os anuncio una gran alegría», escuchan los pobres pastores de Belén, «hoy os ha nacido el Salvador». «Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor». Con estremecimiento, esperanza y gozo inenarrables, con Jesucristo, revelador de Dios y del hombre, la Iglesia está entre los hombres para proclamar la buena noticia que es Dios vivo para todos los hombres, para los humildes y sencillos de corazón, los enfermos y los que sufren, los que padecen persecución y tienen hambre y sed de justicia, los que trabajan por la paz y los no violentos, para los humillados y preteridos de la tierra, para el afligido que no tiene protector, para los que lloran y necesitan consuelo.
La misión de la Iglesia consiste en eso: en hacer resonar, gozosamente y en libertad, el Evangelio regozijante de que Dios está con los hombres, que lo ha apostado todo por los hombres, que es en Él donde todo hombre puede hallar reposo, sosiego, paz y el hontanar inagotable donde saciar sus anhelos más profundos de dicha y salvación, de verdad y libertad, de amor, perdón y de reconciliación. Necesitamos esta sabiduría única, la Iglesia está para que esta sabiduría –la de la Verdad en el Amor– llegue y alcance a todos. Ella, penetrada de esta sabiduría, está para, con Jesucristo, Sabiduría de Dios, anunciar la buena noticia los que sufren, vendar los corazones desgarrados y traer la libertad a los cautivos y esclavos de cualquier modo, anunciando al Dios vivo y verdadero, el Evangelio de su amor y de su gracia. Y como Juan el Bautista, figura muy central del Adviento, la Iglesia es voz entre los hombres que lleva la Palabra única que sale de la boca de Dios, el Hijo Unigénito en el que Dios nos lo ha dicho todo junto y de una sóla vez.
Ella no se anuncia a sí misma, sino la única Palabra que salva, la que viene de Dios, la que se ha hecho carne de nuestra carne y ha puesto su tienda entre nosotros, porque sólo Dios Dios puede hablar y decir bien de sí mismo. Así, entre los hombres, existe para proclamar la alegría y la dicha al ver engrandecida de tal manera la humanidad humillada y dignificada por tan alta dignidad de ser la humanidad de Dios, de manera irrevocable y para siempre en la encarnación y nacimiento de Jesucristo.
La Iglesia está para dar gloria a Dios, y por ello para servir a los hombres contribuyendo en todo a que vuelvan a Dios, se conviertan a Dios (la «conversión» es palabra fundamental del tiempo de Adviento), porque su abandono o su olvido está siendo, sin duda, el acontecimiento más grave de estos tiempos de indigencia, al que no se le puede comparar otro en radicalidad y en lo vasto de sus consecuencias deshumanizadoras. «Estad alegres»: éste es el verdadero, el grande, el dichoso mensaje de la fe cristiana: Dios es nuestra felicidad. Dios es el gozo, la bienaventuranza, la plenitud de la vida, en sí mismo y para nosotros. Dios se ha revelado en el amor, porque es Amor. Escucha nuestro clamor. Tiene corazón para toda deficiencia, para toda carencia, para nuestra cautividad, para nuestro pecado. Se ha ofrecido a nosotros como misericordia, como gracia como salvación, como sorpresa regocijante y gloriosa. Nuestra religión es una religión de salvación, de alegría. Entre nosotros, una y otra vez, resuenan aquellas palabras de Pablo: «Alegraos, os lo digo de nuevo, alegraos, estad siempre alegres en el Señor, os lo repito, estad siempre alegres». Esta es la verdadera religión, nuestra religión: el gozo de Dios. Este es el regalo que nos trae Cristo al venir al mundo: la alegría, el gozo, la paz de Dios, Dios mismo, Dios que es Amor. Los primeros cristianos, por eso, «admiraban por su alegría».
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