Actualmente no es difícil encontrarse tanto en el confesionario como fuera de él con cantidad de padres y especialmente madres, que se lamentan que sus hijos, a pesar de haber sido educados por ellos de la manera más cristiana posible, han abandonado la fe y toda clase de prácticas religiosas. Muchos se preguntan qué es lo que han hecho mal ellos para llegar a este resultado.
Evidentemente, estamos asistiendo a una ola de descristianización. Hoy, creo que muchos estamos de acuerdo en que la crisis que nos golpea no es sólo una crisis económica, sino que está asentada en una crisis de virtudes y valores, que han dejado el camino abierto a una corrupción que abarca a todos los aspectos de la vida. Pero hoy quiero referirme fundamentalmente a los padres y madres de esa generación, entre los cuarenta y cincuenta años, que han perdido la práctica religiosa y ya ni siquiera bautizan a sus hijos.
Los padres y madres de la generación anterior con frecuencia te dicen: mis hijos son buenos, son bastante solidarios, son personas educadas, pero de la Iglesia y de los sacramentos no quieren saber nada. ¿Qué es lo que podemos hacer?
Creo que nuestra tarea es, ante todo, la de dar esperanza. Siempre he pensado que por los hijos los padres pueden hacer fundamentalmente tres cosas: sus consejos, su oración y su buen ejemplo.
Los consejos, desde bastante pronto, prácticamente desde la pubertad, son bastante ineficaces. Suelo decir a los padres que cuando los hijos les digan: “Mamá, eres una cansa”, su contestación debe ser: “Ya lo sé, hijo, pero prefiero que me digas: mamá, eres una cansa, que un día me tengas que decir. Mamá, ¿porqué no me avisaste?”.
Para mí, ciertamente, de lo que pueden hacer unos padres por sus hijos, la oración, aunque actúe de modo misterioso, es la más importante. Casi todas estas madres tienen presente el ejemplo de Santa Mónica, que pidió durante veinte años, la conversión de su hijo San Agustín. Ciertamente, muchas madres se quejan de que ellas llevan bastante más de veinte años pidiendo por la conversión de su hijo o hijos. En este punto no puedo por menos de acordarme de las confesiones que he tenido de treinta, cuarenta o cincuenta años sin confesarse, a veces, incluso más. Con frecuencia sus padres ven esta confesión desde el cielo y en esta alegría que se une a su ya permanente alegría, supongo que pensarán: “Pensábamos, descorazonados, que nuestra oración no valía para nada. Mira, ahí está el resultado”.
Otras veces es el cansancio, la aridez del corazón lo que les empuja a casi tirar la toalla. No puedo por menos de recordarles que la mejor oración de Jesús no es la que hizo, cuando estaba lleno de la alegría del Espíritu Santo (Lc 10,21), sino la de Getsemaní. Jesús pide que pase de Él el sufrimiento “pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”.
Lo que a mí me parece indiscutible es que una oración perseverante y constante de una madre por sus hijos, no puede perderse, porque está claro que Dios la escucha. Otra cosa es cuando te dicen que ya rezan por sus hijos, pero lo hacen de una manera totalmente inconstante y sin ni siquiera tomarse en serio la Eucaristía, como aquella madre que en cierta ocasión me dijo. “No voy, pero les digo a mis hijos que sí voy”. Le pregunté si se creía que sus hijos eran imbéciles.
El tercer gran punto es el del ejemplo, que hay que procurar que vaya unido a la oración. El ver que su madre cree y va a Misa, no deja de ser para los hijos un gran interrogante. Si encima los hijos perciben una gran generosidad y una alegría interior, es indudable que ello les cuestiona.
Un problema muy preocupante es el de los nietos. Ante el fallo de sus hijos, los abuelos han de hacer lo posible por transmitir la fe a sus nietos, pero siempre teniendo en cuenta que la responsabilidad final educativa es de los padres. Pero así como los padres les queda una formación en los valores humanos, como consecuencia de los valores cristianos que han recibido, mucho me temo que unos padres que prescinden totalmente o van contra los valores cristianos, sean incapaces de transmitir ni siquiera valores humanos a sus hijos. Humanamente veo el porvenir muy negro, pero afortunadamente creo en la gracia de Dios y en la acción de Dios en la Historia. Afortunadamente la Historia Humana es no sólo también, sino sobre todo, Historia de la Salvación.
Pedro Trevijano