Hace un tiempo asistí perplejo a una polémica en las redes sociales que, aunque pasó desapercibida para el gran publico, dejó en mí un poso de bastante amargura. Unos jóvenes católicos, a través de su cuenta de Twitter, dedicaron a una chica llamada Elena Huelva, influencer y con cáncer, frases del tipo "rezamos para que puedas acoger la voluntad de Dios" o "que el Señor te permita abrazar tu cruz". ¡Cuánta crueldad! ¡Cuánta bajeza moral, la de la Iglesia! Llegó a decir una periodista en un artículo de El Español.
Al terminar de leer la "información" mi cuerpo recibió tal sacudida que solo alcancé a decirme: "Padre, perdónala, porque no sabe lo que dice". Unos minutos más tarde, cuando se me había pasado el shock, me asaltaron un montón de preguntas, todas ellas, es cierto, un tanto derrotistas. ¿Había perdido esta sociedad la capacidad de comprender la Verdad? El descrédito actual de la palabra… ¿estaría afectando, también, al poder de Aquella que "se hizo carne y habitó entre nosotros"?
Las preguntas brotaban sin parar, una tras otra. ¿Cómo transmitir algo tan grande que ya nadie podía comprender? ¡Quién diablos estaría confundiendo nuestras lenguas! ¿Qué estudiadísima estrategia deberíamos utilizar? ¿Si adoptáramos tal o cual lenguaje? ¿Si habláramos en "su idioma"? ¿Si utilizáramos emoticonos? Eso, ¡muchos emoticonos! Manitas, crucecitas… algo simple, directo al mentón… ¡del corazón! "Tú no te rayes", "tú no te rayes", que dirían en aquel talent show de televisión… o era "¿tú sí que vales"? Abrazos, besos… no sufras, "¡que se vienen cositas!".
Este fin de semana tomaba algo en una terraza del centro de Madrid cuando de repente empecé a sentir que venía hacia mí una especie de gigantesco ciempiés. Era una gran caja de madera por la que asomaban decenas de piececitos. La imagen, tengo que reconocer, resultaba un tanto sobrecogedora. Era un paso de Semana Santa, ensayando la procesión que debía protagonizar días después. Entre aceituna y aceituna, aquello me pareció una interesante metáfora de esta sociedad. Un armazón, una carcasa desnuda… sin su principal razón. No había música ni flores ni cirios... ni el gran misterio de la crucifixión.
Como seguía sin respuestas a cómo debíamos afrontar el fin de la palabra, de la razón, me dio por pensar en Benedicto XVI. Y descubrí que de aquella férrea "dictadura del relativismo" estábamos pasando a una arbitraria y absurda "tiranía del emotivismo". ¡Siento, luego existo! ¡Si no lo siento, no lo creo! ¿Verdades? ¿Palabras? ¡Tú no te rayes! Subidones constantes de dopamina, ¡que es lo que vale! Y creyentes, y no creyentes, sin poder escapar de todo ello. ¿Las espinas? Una técnica de acupuntura china… ¿Los clavos? Unos piercings de última generación. Todo relativo, todo subjetivo, todo emotivo. Basta con un "Amén, que así sea"… ¡y tus deseos se harán realidad!
En aquel barullo mental, mi cabeza me llevó de vuelta a aquella plaza, a la imagen ausente de la Pasión. Un trono al que le faltaba "ese" hombre clavado en la cruz. Con su madre y su mejor amigo, detrás. Solos a Solo. Sufriendo de verdad. Chorreando sangre sin parar. En un terrible tormento de herrería, que muchos de nosotros, penitentes posmodernos, desearíamos fuera de juguetería. Un dolor en bruto, sin artificios ni bisutería. Misterio carente de cualquier explicación. "Escándalo para los judíos, necedad para los gentiles". Espectáculo "sin belleza que agrade" o "hermosura que atraiga a las miradas".
Todos aquellos pensamientos, aunque no me llevaron a saber exactamente cómo dirigirme a esta sociedad, me hicieron ser más consciente de que la Verdad nunca podía ser un calentón. Que Dios crucificado no era un emoticón, unas veces muere por nosotros y otras non. Que no se deja atrapar dándole "Like" en una aplicación. En definitiva, que el poder de la Palabra no es una sensación. Que Cristo vive, se ha hecho carne y es real. Y que, ante la cruz "absurda" de una joven con cáncer,… ¡no valen citas de Mr. Wonderful!
*Cuando este artículo iba ser enviado al editor, saltó en el ordenador el anuncio del libro '¿Cómo hablar de Dios hoy? Anti-manual de evangelización', del genial Fabrice Hadjadj. ¿Si el algoritmo me lee? ¿Por qué ustedes no? ¡Claro que sí! Y, ahora, les dejo en paz... y ¡cómprenselo!, que en Nuevo Inicio lo tienen.