La aparición del más reciente libro del Papa, «La infancia de Jesús· (que todavía no hemos tenido ocasión de leer, aunque prometemos hacerlo en breve), ha provocado una eutrapélica discusión en torno a las figuras del buey y la mula, imprescindibles en cualquier belén que se precie. Lo cierto es que en la detallada narración evangélica del nacimiento de Jesús, llena de rasgos asombrosos de observación que nos permiten figurarnos minuciosamente lo que ocurrió en Belén, no aparecen ni por asomo los controvertidos buey y mula. ¿Cómo se explica, entonces, que la tradición haya querido incorporarlos a tan conmovedora escena? Porque cuando una tradición es inveterada e insistente algún significado verdadero y hondo tiene que esconder.
Siempre se ha pensado que el buey y la mula estarían en la cueva o pesebre donde nade el Hijo de Dios para darle calor. Pero, de la lectura del Evangelio, ni siquiera se desprende que aquella noche hiciese frío en Belén; más bien al contrario, se nos especifica que «había en la región unos pastores que pernoctaban al raso», de donde hemos de colegir que la noche sería tibia y serena, pues de lo contrario los pastores se habrían recogido en una majada. Y si los pastores dormían al raso tan panchos hemos de suponer que a Jesús le bastaría, para combatir el fresco de la madrugada, con los pañales en que lo había envuelto su Madre, a quien imaginamos -como a todas las madres que en el mundo han sido- temerosa de que su Hijo recién nacido pille un resfriado y propensa a abrigarlo incluso en demasía. Además, por el lugar revoloteaban los ángeles, que se habrían preocupado de envolver al Niño con sus alas si hubiese hecho frío (pues las alas de los ángeles deben abrigar más que las mantas eléctricas). El buey y la mula parecen, pues, convidados superfluos, incluso intempestivos, en tan gozosa escena. Y, sin embargo, la bendita tradición iconográfica, erre que erre, los mete invariablemente en el ajo. ¿Por qué?
Algunos Santos Padres interpretan que el buey y la mula representan la unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento; otros, proponen que simbolizan la unión de judíos y gentiles. Y, desde tiempos muy antiguos, circuló una leyenda según la cual San José habría llevado el buey a Belén para pagar el tributo al César, mientras la mula habría servido de cabalgadura a la Virgen, pues entre Nazaret a Belén hay cuatro días de camino a pie, trecho excesivo para una mujer en trance de parir. Pero, como algún comentarista bíblico ha observado, no parece verosímil que a un hombre que llega conduciendo un buey y a una mujer que viene subida en una mula se les niegue sitio en la posada; pues tan pobres no habrían de ser.
Hay un versículo en Isaías que viene como de molde para explicar la presencia de estos dos humildes animales en el pesebre: «Conoce el buey a su dueño y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no entiende, mi pueblo no tiene conocimiento». Buey y mula representarían, pues, ese conocimiento misterioso de las cosas que sólo los animales poseen, esa suerte de sexto sentido que les hace recogerse ante la inminencia de una tormenta, mientras a los hombres los pilla el chaparrón desprevenidos. Y eso simbolizan esas dos figuras que seguimos colocando en nuestros belenes (¡y que no falten nunca!): lo que había ocurrido en aquel pesebre había pasado inadvertido al común de los hombres; pero los animales lo presagiaban en el aire: sabían que el universo acababa de ser restaurado, sabían que la Creación entera había sido renovada. Habían reconocido en ese Niño al Señor de la Historia.
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