¿Qué paisaje vemos cuando dirigimos nuestra mirada hacia el futuro? Los políticos nos hablan de brotes verdes, de recuperación tras unos meses / años difíciles. Pero en nuestro corazón, ¿qué cuadro nos pintamos, con plena voluntad o empujados por un sino inamovible? La actitud que más se oye en nuestras calles, entre amigos, conocidos o compañeros de trabajo, está protagonizada por el “menos”: menos economía, menos recursos, menos empresas, menos bienestar. Hasta en el plano numérico de la población, ya nos están avisando que habrá menos españoles (menos habitantes de España). Decrece todo, menos los gastos y los impuestos.
Estos últimos días muchos hemos viajado a nuestra infancia de la mano de Miliki, que nos dejó este domingo para irse a un lugar mejor. Tardes, mañanas de sábado, viajes, fiestas y un largo etcétera estaban tocados por la alegría y el humor de Miliki y sus inseparables compañeros del circo. Parece que Jorge Manrique tenía razón, “Como a nuestro parecer / cualquiera tiempo pasado / fue mejor”.
¿O será tal vez que nos hemos hecho mayores, que hemos perdido la sana inocencia e ingenuidad del niño? Parece que el optimismo decae, se desinfla, a medida que pasan los años.Nos hacemos realistas, perdiendo el brillo que lucía cuando escuchábamos “Había una vez... un circo”, “Hola don Pepito, hola Don José” o “Susanita tiene un ratón”. Las curvas en el coche de papá dejaron de ser divertidas, la gallina turutela dejó de poner huevos. Los colores vivos de Parchís pierden su tonalidad, se hacen de un gris oscuro, frío. A fuerza de lavados nos sucede lo que a aquel famoso payaso de Micolor: perdemos la viveza y con ella la esperanza, la sonrisa.
Lo dicho hasta aquí puede sonar a añoranza de la infancia feliz, pero creo que refleja la evolución antropológica de parte de parte de nuestra sociedad, y va más allá del emotivo recuerdo infantil. El niño, sobre todo cuando crece en un ambiente familiar sano, vive feliz, sonriendo, disfrutando del presente. Al futuro se asoma con ilusión y seguridad, sobre todo porque espera con una certeza total en aquellos que le quieren: su padre y su madre. Confía, tiene esperanza, porque se siente amado, cuidado, protegido.
Con el pasar del tiempo se va encontrando que la vida no es coser y cantar, que hay responsabilidades, exigencias, trabajos. Y puede empezar a dudar y separarse de aquellos en quien confiaba ciegamente: papá y mamá. Un proceso normal de maduración, va orientando la confianza a sí mismo, a sus cualidades. Pero no por ello deja de necesitar un ambiente que le ame y en quien confíe, un fundamento para su esperanza.
Muchos de esos jóvenes, y no tan jóvenes, se encuentran ahora sin saber en quién confiar. No hay esperanza, dicen, en el desarrollo de esta sociedad decadente. ¿No hay esperanza, o no hay el fundamento de esa esperanza, la conciencia de saber que alguien, que Alguien, me ama? Es verdad, no se vive sólo de esperanza, no nos aceptan la esperanza para pagar una compra en el supermercado. Pero sí abre los ojos para seguir buscando, caminando, escalando los retos de cada día.
Hay corazones que no han dejado que el tiempo les robe la intensidad de su color. Mantienen la esperanza, en momentos fáciles o con circunstancias adversas, y hasta con momentos de duda. Un gesto refleja el nivel de esperanza: la sonrisa. El niño, la persona que tiene esperanza, sonríe. El otro emite ruidosas y vacías risotadas, puntuales y esporádicas, ocultando a veces un drama interior, el drama de la soledad, del deshaucio, de la desesperanza (que es lo que signifca etimológicamente la palabra).
La Madre Teresa de Calcuta era una de esas niñas, con muchos años a cuesta, pero tan llena de esperanza que la rebosaba. Se sabía amada, y quería transmitir ese amor, sobre todo a los más pobres de entre los pobres. ¿Hay Madres Teresas a nuestro alrededor?