Sigo rumiando el Sínodo de los Obispos, convocados a reflexionar y ofrecer propuestas para la transmisión de la fe hoy. Una vez más esto me lleva al núcleo y me conduce a la gran cuestión, necesidad y obligación, de anunciar a Jesucristo: el único nombre que se nos ha dado para la salvación de los hombres. No se llevará a cabo una nueva evangelización sin estar convencidos enteramente de que Jesucristo es el único en quien tenemos todos la salvación. No será posible una nueva evangelización, como en los primeros tiempos, si no se vive la certeza, hecha carne de nuestra carne de que sólo Él tiene palabras de vida eterna y de que sólo con Él y en su nombre podemos levantarnos y caminar hacia el futuro grande que nos aguarda. Esto está en la base de la misma fe, por tanto, de la transmisión de la fe.
Con esa fe, los cristianos confesamos y proclamamos, hoy, como ayer y siempre, la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo. Hoy lo hacemos en medio de un mundo caracterizado por el relativismo. Se trata de una verdad que no hemos inventado nosotros, sino que se nos ha dado y hemos recibido y palpado, que descubrimos, y que sólo podemos recibir de Aquel que es la Luz y el fundamento último de toda visión y todo conocimiento. No se trata de una interpretación humana. El mismo Jesús, en el texto de la confesión de fe de Pedro, dice: «Esto no te lo ha revelado nadie de carne y sangre, sino mi Padre que está en el cielo». Se trata de una revelación de la profesión de fe, en la que se nos comunica un conocimiento que es más que la interpretación de una experiencia humana, a saber, una nueva inteligencia que el hombre no puede alcanzar por sí mismo, sino que se le debe dar desde arriba, «por revelación».
Anunciar a Jesucristo, el Señor, con obras y palabras, y hacer posible la experiencia del encuentro con Él, y de lo que este encuentro significa para el hombre, es el primer servicio, ineludible, que la Iglesia puede y debe prestar a cada uno y a la humanidad entera en el mundo actual, de nada tan indigente y necesitado como del sentido de su misma existencia. En efecto, como se ha comprobado en el Sínodo, sigue la urgencia viva del mandato misionero del Señor a su Iglesia, un mandato que cada día es más apremiante ante la mayor de todas las necesidades que el mundo tiene hoy de conocer a Jesucristo y de la salvación que en Él se nos ofrece; desde nuestro mundo actual, en efecto, se escucha un poderoso llamamiento a ser evangelizado. La Iglesia de nuestros días se siente apremiada a evangelizar; como Pablo oyó aquellos macedonios que decían: «¡Venid, ayudadnos!», también hoy la Iglesia oye el mismo grito de una multitud incontable –lo hemos podido palpar en el Sínodo– que está pidiéndole ayuda, evangelio, esperanza, sentido, amor, Dios, –en definitiva–, Jesucristo, aunque no lo sepan; ella vive hoy con particular intensidad la misma preocupación y responsabilidad que Pablo sintió tan en carne propia: «¡Ay de mí si no evangelizare!». El mundo nos pide a Cristo; y la Iglesia se lo ha de entregar en su realidad verdadera y viva.
No se puede evangelizar si no se ofrece y entrega, si no se anuncia y se testifica, la verdad de Jesucristo, no creada ni inventada por nosotros. No puede haber conversión, humanidad nueva hecha de hombres nuevos con la novedad del Evangelio, si se les anuncia un Evangelio distinto del que hemos recibido, si se les transmite una interpretación humana más de Jesús, una invención humana y no la persona real y concreta de Jesús, en toda la integridad y realidad de su Persona y de su misterio, a quien sólo podemos llegar si somos atraídos por Dios por el anuncio y el testimonio fiel de lo que hemos visto y oído por medio de la Iglesia, fiel a la enseñanza de los Apóstoles.
La Iglesia siente la urgencia de anunciar a Jesucristo con claridad, como el único Nombre, en el que hay salvación, para que el mundo, los hombres se conviertan, vayan a Él, que tiene palabras de vida eterna, que es el Camino, la Verdad y la Vida. El servicio eclesial de la evangelización, urgente e ineludible, se ve debilitado e incluso impedido, en nuestros días, no sólo por factores externos de diversa índole, sino también por algunas formas inadecuadas, reductoras, de comprender y presentar el misterio de Cristo. Son precisamente algunas de estas concepciones, reflejadas en comportamientos, prácticas pastorales, y publicaciones teológicas o catequéticas, las que requieren discernimiento y clarificación. Por esto es necesario –y este Año de la Fe debe contribuir a ello– clarificar y avivar la fe en Cristo, Hijo de Dios vivo hecho hombre, el Redentor y Salvador único y universal de todos y de todo el hombre.
Únicamente en la certeza gozosa de esta fe podrá fundamentarse la misión ad gentes y la nueva y perenne evangelización en los países de vieja cristiandad. Ello exige superar posiciones ideológicas y afirmaciones acerca de Jesús, opiniones e interpretaciones que no se ajustan a la verdad revelada y a la fe de la Iglesia, e invitar a todos los cristianos a renovar su adhesión a Él en la alegría de la fe, testimoniando unánimemente que Él es, también hoy y mañana, «el camino, la verdad y la vida». Ahí radica la nueva evangelización.
Cardenal Antonio Cañizares
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