El cardenal Kurt Koch es un suizo que tiene poco de relojero y mucho de alpinista. Entiéndaseme, desconozco sus aficiones deportivas pero me llama la atención cómo le gusta subir a las alturas, escalar los picos de los problemas por más que eso suponga una esforzada marcha.
Koch ha heredado el dicasterio regido durante años por su colega Walter Kasper, lo cual no es encargo menor. Porque el asunto de la unidad de los cristianos es una espina que está prohibido arrancar de la carne de la Iglesia, una espina que duele y escuece, que invita a la purificación, un trabajo que parece no terminar nunca y para el que resultan bastante inútiles las programaciones de plazos. Pero además porque el peso y la influencia de Kasper han sido muy grandes, y la llegada del suizo sí marca un cambio de acento.
Quizás sea porque Koch ha probado la cruz de forma muy patente durante sus años de obispo en Basilea, quizás porque su formación teológica a la sombra del maestro Von Balthasar no tiene mucho que envidiar, lo cierto es que se desenvuelve con una soltura encantadora, aparentemente poco centroeuropea, franca y libre, sin eludir el encontronazo si necesario fuese. Fue impresionante seguir su diálogo a tumba abierta con los evangélicos alemanes, al hilo de la presencia del Papa en Erfurt. Otro hubiera intentado en semejante ocasión ser ante todo cortés y eludir cuestiones incómodas, pero debió pensar que no le habían llamado para eso, y que la única forma de que avance la unidad consiste en poder decirnos la verdad en la caridad.
La cita es en 2017, el quinientos aniversario de la Reforma de Martín Lutero. Pero la olla de los preparativos ya está cociendo, y la pregunta es ¿cuál será la forma en que la Iglesia Católica se hará presente? Se prepara un nuevo documento conjunto tras el hito histórico de la Declaración Común sobre la Doctrina de la Justificación que vio la luz en 1999, en la que jugó un papel decisivo el entonces Prefecto de la Fe, Joseph Ratzinger. El título será "del conflicto a la comunión" y según ha comentado el Presidente del Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos muestra el cambio de perspectiva para el camino de futuro. Quedan abiertas las cuestiones ligadas a la sacramentalidad de la Iglesia y al ministerio apostólico, y éste es un terreno lleno de zarzas que quizás nos hieren y dividen más que las propias diferencias en torno a la Justificación, que pudieron ser muy matizadas profundizando cada uno en su propia comprensión y demoliendo las caricaturas mutuas. En todo caso el trabajo continúa.
Pero también serán muy importantes los gestos. Koch acaba de explicar que una forma hermosa y significativa sería una celebración penitencial común. Alguno debe haber exclamado "¡cáspita!, en lugar de luces y alegría, penitencia"... eso sí, por ambas partes. Pero el argumento del cardenal suizo me parece no sólo correcto sino muy sugestivo: "sería una celebración penitencial común en la cual reconozcamos juntos nuestras culpas... Martín Lutero introdujo aspectos muy positivos, él buscaba apasionadamente a Dios, estaba totalmente dedicado a Cristo y no quería una división sino una renovación de toda la Iglesia; el hecho de que la reforma no haya alcanzado su finalidad, esto es, la renovación de la Iglesia, es responsabilidad de ambas partes, y se debió a razones de orden teológico y político... reconocerlo y perdonarnos recíprocamente por todo ello sería un gran y hermoso gesto".
Evidentemente el cardenal Koch no pretendía solventar en cuatro frases un diálogo que aún durará varias generaciones, y quiera Dios que dure. Se trataba más bien de apuntar un enfoque muy verdadero que nos puede unir a católicos y luteranos en esta ocasión. Porque sería difícil entender y compartir una celebración (y la afirmación sabemos que puede resultar polémica para nuestros hermanos) entendida como mera autosatisfacción por un acontecimiento que más allá de sus intenciones originales ha provocado una amarga laceración en el cuerpo eclesial.
No puede negarse el bien que ha surgido de la fe sincera de tantos seguidores de la Reforma en estos 500 años, un bien que deberíamos reconocer sin ambages y que también nos enriquece a los católicos. Pero tampoco podemos eludir que entre nosotros se ha desplegado violencia e incomprensión mutua, y se ha producido un alejamiento progresivo respecto del centro común de la Iglesia indivisa de los primeros siglos. Por eso reconocer juntos que cometimos tremendos errores unos y otros, responde a la verdad y nos ayuda en el camino de la unidad. Esto también lo dijo Koch, cuyas espaldas son tan anchas como "católico" (universal) su corazón.
"La historia no se puede cancelar, ha dicho el teólogo alemán Stephan Horn, pero se puede cambiar su interpretación, la forma de juzgar los hechos". Y ahí el paso del tiempo, el conocimiento mutuo y el testimonio común bajo el totalitarismo, y ahora en medio del nihilismo de la ciudad secularizada, sí nos pueden ayudar.
Es imposible no recordar las palabras de Benedicto XVI en el antiguo convento agustino de Erfurt, en octubre de 2011: "Lo más necesario para el ecumenismo es sobre todo que, presionados por la secularización, no perdamos casi inadvertidamente las grandes cosas que tenemos en común, aquellas que de por sí nos hacen cristianos y que tenemos como don y tarea. Fue un error de la edad confesional haber visto mayormente aquello que nos separa, y no haber percibido en modo esencial lo que tenemos en común en las grandes pautas de la Sagrada Escritura y en las profesiones de fe del cristianismo antiguo... como los mártires de la época nazi propiciaron nuestro acercamiento recíproco, suscitando la primera gran apertura ecuménica, del mismo modo también hoy la fe, vivida a partir de lo íntimo de nosotros mismos, en un mundo secularizado, será la fuerza ecuménica más poderosa que nos congregará, guiándonos a la unidad en el único Señor".
No sé si la hermosa propuesta del cardenal se plasmará en un papel, y sobre todo, si se realizará en 2017. Pero ayudaría ciertamente a la purificación que unos y otros necesitamos para custodiar, alimentar y profesar juntos ante el mundo "las grandes cosas que tenemos en común".
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