El pasado domingo hemos celebrado litúrgicamente el día de la Santísima Trinidad, que atesora el misterio de ser un solo Dios y tres Personas Divinas. Para todos sus hijos -los bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo- debería ser siempre una celebración de la infinita grandeza de Dios, y, en consecuencia, se debería responder siempre con la correspondiente magnitud de amor, adoración y gratitud.
San Pablo nos lo recuerda en la segunda lectura de este pasado Domingo de la Santísima Trinidad: “Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar ¡Abba, Padre! Ese espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con Él para ser también con Él glorificados” (Rom 8, 14-17).
Dios Padre envió a su único Hijo para que por Él seamos salvados. Jesucristo es el único Salvador. “Yo soy el camino, la verdad y la vida: nadie viene al Padre si no por Mí” (Jn, 14, 6). Por eso también celebramos a Cristo Rey, Rey del Universo, “porque en Él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; […] todo fue creado por medio de Él y para Él” (Col 1, 16).
También escuchamos en las lecturas del Domingo de la Santísima Trinidad el pasaje del Evangelio en el que Jesús dice a sus discípulos: “Id y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19-20).
Todo esfuerzo en focalizar nuestra atención como cristianos católicos en la fraternidad humana, y en los “buenos” deseos de unidad, solidaridad, paz, tolerancia, etc., son absolutamente vanos si en el centro no está la Santísima Trinidad, y a su lado, la Santísima Virgen, como Corredentora, Mediadora y Abogada nuestra.
Por eso no se entiende tanto escrúpulo inferido para no caer en el “pecado de proselitismo”, no sea que al final acabemos cayendo en un pecado mucho mayor de no responder adecuadamente al mandato de Cristo.
Imponer, forzar la creencia en la fe católica es cosa bien distinta a quien, viviendo su identidad de católico, con la firme convicción de estar en la verdad, y como depositario del mayor tesoro imaginable, se sabe responsable de la suerte de los demás por las imperativas Palabras de Cristo.
Hace poco escuché a alguien, no precisamente un cualquiera en la jerarquía eclesiástica, que reflexionó “teológicamente” con un rabino “desde la propia identidad” y enfatizó con indisimulado orgullo: “Y ninguno tuvo la pretensión de convertir al otro”. Entre la actitud de no imponer, no forzar, y la actitud de autoimponerse la obligación de no convertir a quien está en un error, media un abismo. Como media un abismo entre salvarse y condenarse…
¿Por qué decidimos nosotros mismos, en nuestra mundana y relativista comodidad, lo que es relevante de lo que no lo es de lo que leemos en las Sagradas Escrituras? Si Jesucristo es el único Salvador y advierte de que “el que creyere y fuere bautizado será salvo; mas el que no creyere será condenado” (Mc 16, 16), ¿quiénes somos nosotros, fieles católicos, para colegir de ese mandato imperativo que en realidad no importa qué religiones se profesen?
De un simple sacerdote escuché que Dios busca incesantemente la conversión de los alejados hasta el último momento, y que, por su infinita misericordia, llega a estas almas de forma misteriosa, inspirando en ellas el deseo de adecuarse a Su voluntad, y si éstas se abren a esta gracia con María como Mediadora, puede darse un Bautismo de deseo, por el que son incorporadas a la Iglesia. Los caminos del Señor son inescrutables.
España tiene el privilegio de atesorar, entre otros monumentos, dos muy especiales: el monumento a la Santa Cruz del Valle de los Caídos, que corona la basílica, junto al monasterio de monjes benedictinos, que es la Cruz más grande del mundo; y el monumento al Sagrado Corazón de Jesús, que corona la basílica del Cerro de los Ángeles, junto al convento de monjas carmelitas, centro geográfico de la península, y que nos recuerda su Gran Promesa: “Reino en España”, escrita a sus pies, que confió al joven jesuita Bernardo de Hoyos (1711-1735), por la cual reinaría en España como en ningún otro lugar.
Obviamente su reinado no implica ninguna alusión de tipo sociopolítico, sino que es de orden espiritual, y conlleva una devoción especialísima en España al Sagrado Corazón de Jesús. Fue de hecho inaugurado solemnemente en 1919 por el rey Alfonso XIII con la Consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús, renovada en su Centenario, en 2019.
Bien estaría reafirmar el reinado del Sagrado Corazón de Jesús en nuestros corazones, en estos tiempos de progresiva imposición de una agenda de objetivos diseñados por las élites del Nuevo Orden Mundial, que en la sombra tratan de inmiscuirse en las políticas nacionales, como el intento de controlar de modo totalitario la Sanidad a través de la OMS, con el tratado de pandemias que iba a aprobarse en esta semana, pero que se ha paralizado (de momento) por la oposición de unos cuantos países (entre los que no estaba España, claro, qué esperar del Gobierno)...
O la reunión secreta del Club Bilderberg en Madrid, del 30 de mayo al 2 de junio, otro de los turbios foros de la gobernanza mundial, bajo el paraguas de la ONU, que ha ramificado sus tentáculos en todos los ámbitos: político, económico, social, cultural, y también espiritual. No dejan ámbito sin colonizar.
En Europa tiene su alter ego en el conglomerado de entes de la Unión Europea, en donde se ha impuesto el globalismo, al menos, hasta la fecha; veremos si las próximas elecciones al Parlamento Europeo suponen un golpe de timón…
Por sus frutos los conoceréis… pero también por sus alianzas en origen.
Como la organización Lucis Trust, que tiene estatus consultivo ante el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas (Ecosoc, ver PDF, pág. 165), y que juega un papel activo fomentando el apoyo a programas de la ONU.
Lucis Trust fue constituida en Nueva Jersey (Estados Unidos), en 1922; en 1935 como organización educativa en Reino Unido, y en 1951 como entidad legal en Suiza, con sede en Ginebra. Fue en 1922, en el origen de su fundación, cuando adoptó como empresa editorial el nombre de Lucifer Publishing Company, pero cambió su nombre en 1924 por el de Lucis Publishing Company. La propia web aclara que sus fundadores, Foster y Alice Bailey, tomaron esta decisión porque “algunos grupos cristianos tradicional y equivocadamente identificaban a Lucifer con Satanás”. A buen entendedor…
Foster Bailey fue masón grado 33, mientras que Alice Bailey fue una gran impulsora del movimiento New Age (Nueva Era) con su contribución al neopaganismo, esoterismo, gnosticismo, sincretismo religioso, el uso de la magia y los consabidos planteamientos radicalmente ecológicos y feministas. El deseo de ser como Dios es el fundamento sobre el que se construye la Nueva Era, y ése es precisamente el fin último de Lucis Trust y su entramado organizativo (reconocido por el Departamento de Información Pública [DPI] de la ONU): entronizar el deseo humano de ser como Dios al margen de Dios, tal y como hizo Lucifer.
No lo ocultan, tampoco la ONU, que no sólo acoge esta organización como ente consultivo, sino que, en la misma línea de creencias sincretistas de inspiración masónica, alberga en su sede central en Nueva York la “sala de meditación”, o “sala del silencio”, constatación del objetivo de implantar una sola religión mundial, diluyendo la identidad de todas las religiones.
¡Qué buena oportunidad estos días, en los que se va a conspirar secretamente en Madrid según las directrices beligerantemente anticatólicas del Nuevo Orden Mundial, para reparar las ofensas hechas al Sagrado Corazón de Jesús, previamente a su festividad el próximo 7 de junio! ¡Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío!