Hace unos días el profesor Damian Bacich, de la San José State University de California, reconocía en estas Páginas que "la continuidad de Obama en la presidencia supondrá un desafío para la Iglesia católica", pero añadía en seguida que un desafío no es negativo si sirve para que la Iglesia madure su forma de estar en la plaza pública. Y aclaraba que a los responsables de las numerosas obras sanitarias y educativas católicas "les tocará encontrar soluciones creativas y dar un testimonio inteligente en una sociedad que ya no acepta la fe como un presupuesto obvio de la vida común".
La verdad es que las palabras de Bacich sirven igualmente para la España que acaba de ver convalidado un matrimonio sin diferencia sexual, y para la mayoría de los países de antigua tradición cristiana de nuestro entorno.
Las leyes ya no expresan la cultura nacida de siglos de tradición cristiana, ni reconocen el derecho natural, ni a veces protegen un mínimo espacio para la libertad de todos, también de los católicos. La hostilidad crece en los medios, la extrañeza aumenta en los foros públicos, y la tentación de concebirnos dentro de una ciudadela asediada hace presa (no sin motivos) entre muchos católicos. Qué cierto es aquello de que cincuenta años después, el desierto ha avanzado, y mucho. Ahora bien, podemos elegir entre la lamentación infinita unida a una dialéctica ácida y afilada, con el consiguiente atrincheramiento durante una larguísima temporada, y una nueva misión que acepte sin reservas que la fe (y sus consecuencias ético-culturales) ya no es un presupuesto obvio de la vida común. Me atrevo a decir que esa es la postura que documenta toda la predicación de Benedicto XVI.
Los sucesos a los que se refería Damian Bacich se desarrollaban al mismo tiempo que el Papa pronunciaba una catequesis memorable sobre la fe y el deseo. Empecemos por reconocer que la cuestión del deseo ha sido material inflamable y de difícil trasiego para maestros, catequistas y predicadores. Por supuesto nadie negará con la mejor tradición patrística y medieval que el deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, como asienta el Catecismo. Pero la palabra no deja de resultar incómoda (¿o no?), se presta a muchas acepciones, se usa en contextos poco amigables para el cristianismo, y sobre todo, nos asoma a grandes peligros si no la sometemos a estricto control. Vamos, que casi mejor seguir otro camino, dirá más de uno. Y así ha sido en numerosos momentos y lugares de la historia eclesial. Sin negar el punto de partida, se ha difuminado su valor educativo... por si acaso.
Lo impresionante del Papa es que en ningún momento parece quemarle la palabra en los labios. Se diría más bien que la maneja con familiaridad, que teje con ella una sinfonía que no podemos dejar de secundar, sencillamente porque nos vemos reconocidos en ella a no ser que nos defendamos. Empieza por reconocer (más realismo imposible) que "muchos contemporáneos podrían objetar que no advierten en absoluto un deseo tal de Dios... Él ya no es el esperado, el deseado, sino más bien una realidad que deja indiferente". Pero a continuación explica que en el fondo "lo que hemos definido como «deseo de Dios» no ha desaparecido del todo y se asoma también hoy, de muchas maneras, al corazón del hombre. El deseo humano tiende siempre a determinados bienes concretos, a menudo de ningún modo espirituales, y sin embargo se encuentra ante el interrogante sobre qué es de verdad «el» bien, y por lo tanto ante algo que es distinto de sí mismo, que el hombre no puede construir, pero que está llamado a reconocer. ¿Qué puede saciar verdaderamente el deseo del hombre?"
Es cierto que el deseo puede adentrarse por vericuetos tortuosos, puede buscar respuesta en laberintos mortales, puede convertirse en una espiral enloquecida. Sí, pero sin deseo simplemente no existe lo humano, como intuía nuestro Machado. Sería absurdo que el riesgo de vivir nos encerrase en casa; sería trágico que los laberintos de la vida nos llevasen a negar su impulso original, ese que hacía decir a Montale: "todas las cosas llevan escrito más allá". Cada deseo que se asoma al corazón humano se hace eco de un deseo fundamental que jamás se sacia plenamente, dice Benedicto XVI, y por eso el cristiano no debe temer el deseo de la amistad, de la belleza, de la creación, del amor. La tarea del educador será transformar el éxtasis inicial en una peregrinación, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí. No para que el deseo se aplane y pierda su aguijón, sino para proteger su verdad más profunda, para proyectarlo como un rayo hacia su cumplimiento verdadero.
El drama del momento presente no consiste en la vivacidad de los deseos sino en su brutal reducción y manipulación, y en las falsas respuestas que se le ofrecen. Todo esto me parece de vital importancia para la nueva evangelización, si queremos que sea algo más que un eslogan. Porque nuestra tarea como cristianos no es ser la policía del deseo sino ser los testigos del Único que puede saciar el deseo. Por eso sigue diciendo el Papa que "el hombre conoce bien lo que no le sacia, pero no puede imaginar o definir qué le haría experimentar esa felicidad cuya nostalgia lleva en el corazón.... es buscador del Absoluto, un buscador de pasos pequeños e inciertos... pero ya la experiencia del deseo, del corazón inquieto (como lo llamaba san Agustín), atestigua que el hombre es en lo profundo... un mendigo de Dios".
Benedicto XVI no oculta que todos (¡creyentes y no creyentes!) necesitamos recorrer un camino de purificación y sanación del deseo. Pero en seguida advierte que "no se trata de sofocar el deseo que existe en el corazón del hombre, sino de liberarlo, para que pueda alcanzar su verdadera altura". El Papa abre aquí un ventanal de aire fresco a padres, educadores y sacerdotes, yo diría incluso que sin este recorrido que describe es difícil alcanzar una fe auténticamente madura, una fe como que permitió a Pedro decir "¿a dónde iremos?, sólo Tú tienes palabras de Vida eterna". Y por si nos quedaban dudas, remata la sinfonía invitándonos a hacer esta peregrinación y a "sentirnos hermanos de todos los hombres, compañeros de viaje, también de quienes no creen, de quienes están en búsqueda, de quienes se dejan interrogar con sinceridad por el dinamismo del propio deseo de verdad y de bien". No se me ocurre mejor equipaje ni mejor brújula para estos tiempos de inclemencia que habremos de recorrer a un lado y otro del Atlántico. Nuestra vocación no es la Línea Maginot sino el Camino de Santiago, una peregrinación en la que encontramos bandidos y agricultores, héroes y mercachifles, todos al aire libre, todos llamados a medir su deseo con la presencia de un cristiano que vive y construye.
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