El 11 del pasado octubre se abrió la puerta del Año de la Fe que el Santo Padre ha convocado a toda la Iglesia para, con la ayuda de Dios, fortalecerla y transmitirla. A lo largo de este año, también con este artículo semanal, querría referirme a la fe, la fe en Dios, que es donde está el futuro del hombre. Para ese futuro y para unos hombres con futuro y esperanza, no da lo mismo creer en Dios que no creer en Él, creer en la vida eterna o vivir sin esa fe.
Los cambios profundos que afectan al mundo y al hombre conducen frecuentemente a una crisis de identidad personal y social, eclesial y creyente. Durante años, hemos asistido a un largo proceso de revisión y crítica de la fe, de secularización que ha llevado a tantos a abandonarla o debilitarla y a vivir al margen de la fe, como si Dios no existiese, a la negación práctica de Dios, a una «apostasía silenciosa» de la fe, como reconocía Juan Pablo II en su Exhortación Apostólica Ecciesia de Europa.
Durante tiempo, sin duda más que excesivo, hemos envuelto la fe en un círculo de sospechas y la hemos sometido a prácticas y explicaciones a veces reductoras. Sin embargo, –eso entraña la convocatoria de este Año de la Fe–, cada día es más sentida por la Iglesia, por los cristianos de hoy la necesidad de reconstruir nuestra identidad confesando nuestra fe como hemos podido comprobar en el reciente Sínodo de los Obispos sobre la transmisión de la fe.
Nos encontramos ante una tarea, como de cimentación sólida, radical y de revalorización para los cristianos de nuestra real condición de creyentes confesantes: condición indispensable para garantizar una presencia efectiva -reconciliadora, liberadora y servicial- de los cristianos en el mundo en que nos es dado vivir; condición, asimismo, indispensable para encontrar la verdad del hombre, para posibilitar un diálogo real de la fe con la cultura, de encuentro y de camino de la fe junto con la razón, y con la posibilidad y la capacidad de confrontarse y encontrarse con las ciencias, con las otras maneras de pensar y vivir, y, además, que supere de una vez por todas cualquier postura de segregación o de disolución.
En medio de la diversidad y del pluralismo reinantes, en medio de los fanatismos y dogmatismos que se abren paso y en medio de las formas agnósticas y escépticas de la vida, la existencia creyente confesante cobra nueva actualidad y ocupa un espacio privilegiado que supera contradicciones y une contrarios. En este marco querría que, a lo largo de este curso, se moviesen mis reflexiones sobre la fe, sobre qué significa decir «yo creo», o qué significa «confesar» la fe cristiana.
Como preámbulo a dichas reflexiones sobre la fe, quiero recomendar a este propósito muy vivamente a mis lectores, porque les ayudará e iluminará mucho, un libro muy reciente e importante, muy actual, de Monseñor Fernando Sebastián, cuyo título es «La fe que nos salva. Aproximación pastoral a una teología fundamental».
Como señala D. Fernando, se trata de «un libro directo y sencillo, capaz de acompañar en su itinerario espiritual a los hermanos que sufren por la inseguridad de su fe, con el deseo de ayudar a recuperar o alcanzar la fe en Jesucristo y en el Dios de la salvación a quienes la perdieron o no la han tenido nunca». Es un libro asequible a un lector medio que «piense», es decir, que no se quite la cabeza para andar por la vida o para entrar en la Iglesia, simplemente que use la razón, con mirada que se abra a amplios horizontes, y no mire a ras de tierra.
El libro, a diferencia de otros publicados también en fecha reciente y sin duda valiosos, no trata «de lo que creemos por la fe, sino de la fe misma, la fe en cuanto acto y hábito personal, don de Dios y camino de salvación. Este libro no es un catecismo, ni una introducción al cristianismo, quiere ser más bien una presentación de la fe cristiana que ponga al descubierto su función decisiva en los planes de Dios y en el acertado desarrollo de la vida humana».
Este libro arroja mucha luz en el creer y, sin duda, deja no menos paz y esperanza, ganas y gozo de vivir, al que cree, precisamente porque trata de hacer ver lo que es la cosa de la fe en su realidad misma: la fe en su verdad más propia. Esto es lo que se ofrece en este libro incisivo, escrito desde la fe misma, desde la real experiencia cristiana de la fe, con la honestidad y libertad que caracteriza a nuestro autor, que es la que da la misma fe y la verdad que ella entraña. No ignora, por lo demás, lo que está en esa, llamemos «cultura de increencia» de nuestro Occidente –caso inédito en la historia humana–, ni ese mundo donde la fe se ve zarandeada y tratando de encontrarse.
El libro, ni más ni menos, en palabras de su autor, intenta «ayudar a los lectores a descubrir y valorar lo que es la fe cristiana, allanarles el camino para alcanzar la realidad de la fe con la facilidad y el gozo de quien entra en su propia casa. La fe en Dios y en su enviado Jesucristo es la puerta de ingreso en la casa del ser y de la vida, del amor y de la esperanza. Sin la fe estamos condenados a vivir encerrados en el mundo material; por la fe en el Dios presente y salvador superamos la esfera de lo sensible y entramos en relación con el Ser, la Verdad, la Bondad y la Belleza de Dios, con el mundo del Espíritu, donde vive y reina el Señor resucitado, con la Virgen María y los santos. La fe es la puerta estrecha para llegar a la plenitud de nuestra humanidad, para descubrir la vida profunda del mundo y vivir, ya desde ahora, en la plenitud de nuestra existencia, para recibir en la comunión con Cristo la vida gloriosa del Reino de Dios», de Dios mismo que es Amor. Con toda certeza y seguridad ese intento de ayuda se logra en la lectura de este libro, que tanto puede ayudar, que tanto ayudará, de verdad, en este Año de la Fe.
© La Razón