La proclamación por Benedicto XVI de este Año como Año de la Fe va a tener como consecuencia afortunada que se va a hablar mucho más de que es la fe y de su significado.
Recuerdo lo que me dijo hace algún tiempo un amigo: que haciendo un Master en la Universidad con un alumnado en el que la mayoría eran bancarios y gente entre cuarenta y cincuenta años surgió el tema del sentido de la vida. Fuera de él, católico practicante, y un protestante, los demás no tenían ni idea de para qué estaban en este mundo.
Y sin embargo para mí el tener fe me parece algo de lo más lógico y razonable. El primer gran problema ante el que nos enfrentamos el creer o no creer en Dios. Que el mundo existe, es evidente, pero la cuestión es: ¿ese Universo, que evidentemente existe, tiene un autor o es fruto del azar, de la casualidad, del churro? A mí me parece muy claro que detrás de ese mundo tiene que haber un Ser no sólo inteligente, sino muy inteligente detrás, y no me cabe en la cabeza que sea algo surgido por mera casualidad. Demasiado complicado para que sea así. Pero lo que sí tengo claro es que lo que tengo es fe, no evidencia, es decir las razones a favor de la existencia de Dios me convencen mucho más que las razones en contra, pero al no poder probarse plenamente ni una cosa ni otra, hemos de tener todos un profundo respeto hacia el que piensa diverso.
El segundo gran argumento es que si preguntamos a cualquiera cuál es su máxima aspiración, seguro que casi todos o todos nos responderían: ser feliz siempre. Pero si Dios no existe y todo termina con la muerte, esa aspiración nuestra es irrealizable y podríamos pensar con toda razón que al venir a este mundo nos han hecho víctimas de una gigantesca estafa o más bien una canallada, porque nos vemos defraudados en lo que precisamente consiste nuestro mayor deseo.
Pero los que creemos que no todo termina con la muerte y que hay por tanto un Ser Supremo al que llamamos Dios, nos damos cuenta que ese Ser que ha hecho esas dos obras maravillosas que son el Universo y nosotros mismos, no nos abandona a nuestra propia suerte, sino que no ha tenido ningún empacho en hacerse hombre como nosotros, a fin de redimirnos y abrirnos las puertas del Paraíso, es decir de la felicidad eterna. En el libro del Génesis, en la narración del pecado original, vemos como la serpiente ofrece a Eva su divinización, que es en sí algo bueno y deseable, por la vía del pecado y de la rebelión contra Dios. Esa misma divinización nos la ofrece Dios, pero por el camino del amor. Los que han aceptado a Jesús “les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios” (Jn 1,1213). Para san Pablo somos hijos de Dios por adopción (Gal 4,4-7; Rom 8,1417; Ef 1,5), mientras que san Pedro nos dice que somos “partícipes de la naturaleza divina” (2 P 1,4).
La misión primaria de Jesús fue convertir a los hombres en hijos de Dios que tienen en Él una vida nueva, aunque ello implique también responder al amor de Dios cumpliendo su voluntad y haciendo el bien. Por ello la conducta cristiana será servir a Dios porque le queremos y deseamos responder con nuestro cariño a Aquél que nos ha dado tanto. La gracia que nos da Dios hace, si no la rechazamos, que obre en nosotros el Espíritu produciendo como frutos “caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad” (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1832). Con esta filiación divina se realiza el misterio de nuestra divinización, consecuencia del amor divino infinito, y la dignidad humana alcanza su máximo grado.
Pedro Trevijano