"En aquel momento se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús respondió: '¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque han padecido todo esto? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera'" (Lucas 13, 1-4).
El ex presidente Donald Trump fue brutalmente tiroteado hace unos días mientras ofrecía un mitin político en el estado de Pensilvania (EE.UU). Este jueves, en la convención de su partido, aseguraba que estaba vivo "por la gracia de Dios" y, con el pasar de las horas, ha corrido por las redes una impactante simulación en tres dimensiones de la curva que siguió la bala, mientras giraba la cabeza para que el proyectil solo le rozara la oreja. Ciertamente, sobrecoge pensar que, un milímetro más allá… y el republicano habría caído irremediablemente sobre la lona.
Sin entrar en consideraciones ideológicas sobre el personaje, el atentado a Donald Trump me ha impelido a preguntarme ciertos elementos de fe que bien podrían ser de interés. Y, es que, como en aquella mítica escena dirigida por Woody Allen, que comienza con una imagen a cámara lenta de una pelota de tenis que rebota en la red y se eleva en el aire… mientras la acción se congela y una voz plantea que dónde caiga, tratándose de un punto decisivo, cambiará para siempre la historia… así, me preguntaba yo, si ser o no atravesado por una bala es "puro azar", "intervención divina", "simple desgracia"… o deberíamos ir más allá.
Lo primero que tengo que reconocer, y no solo por mi trabajo, es que siempre me ha gustado escuchar testimonios de fe. Descubrir la inmensa confianza en Dios de personas sencillas a las que terribles sufrimientos no han dejado de acechar. Sin embargo, quizá por haberme especializado en demasía, las historias, sin duda, que más me edifican, hoy en día, son aquellas en las que tal o cual vicio, soledad o enfermedad, por alguna razón, no se acaban de solucionar y, sin embargo, a pesar de ello, la persona rezuma esperanza, sincera alegría y un profundo agradecimiento de esos que son tan tan difíciles de disimular.
Porque, muchas veces, escuchando algunos testimonios se me viene el alma a los pies. Pareciera que nuestra fe se resumiera en haber tenido suerte en la vida o, peor aún, en "haberse sabido superar". Enumerando una lista de agravios que, por los pelos, uno bien consiguió sortear, o con esfuerzo y "poniendo de su parte" logró soslayar. En el fondo, como si dijéramos: "Dios me quiere, si sale cara... pero no si sale cruz". Como si deshojáramos una cruel margarita: "¿Enfermedad?, ¡No me quiere!"… "¿Trabajo?, ¡Sí me quiere!!"… Y, pienso yo, ¿no podría existir mayor ingratitud?
Estimados lectores, yo, al menos, personalmente, así lo creo, para un creyente no hay desgracias ni castigos. No necesitamos aplacar la ira de nuestro Dios, como hacen el resto de religiones. Sino que hay oportunidades de oro, trampolines fantásticos que nos da la vida, para poder, cada día, encontrarnos con el Señor. Porque, si lo pensamos bien, nada, absolutamente nada, nos puede llegar a destruir… eso sí, si lo miramos desde los ojos de la fe. Por eso, al escuchar la bala silbando en el oído de Trump, a mí, no me quedó otra que preguntar: ¿Y si ese hombre hubiera sido yo? ¿Si no hubiera girado la cabeza en aquel instante? ¿Sería el hijo, acaso, de un Dios miserable?
La fe no va de palos y zanahorias, no es jugar al Super Mario, superando pantallitas, como se pueda, deseosos de llegar a la lucha contra el monstruo final. La fe es una escalera con forma de cruz, en la que cada acontecimiento, sea como sea, nos hace crecer en humildad… para que, un día, encaramados allá arriba, miremos hacia abajo, y digamos… "todo es gracia"... todo, todo, estuvo bien.