La semana pasada me emplacé a mí mismo para desenredar el mito, aceptado por todo el mundo, según el cual Castilla hizo España al unirse con Aragón, mediante el matrimonio de Isabel y Fernando. Y como lo prometido es deuda, heme aquí metido en faena antes de que el arranque de caballo se enfríe y termine en parada de burro, que el infierno está empedrado de buenos propósitos.
La Generación del 98 fue propensa a escribir de Castilla, pero no siempre lo hizo con justicia y propiedad. Parecían más preocupados por la estética que por la realidad histórica. Así, Antonio Machado por ejemplo, escribió estos versos tremendos sobre Castilla, en el poema A orillas del Duero:
Castilla miserable, ayer dominadora,
envuelta en sus harapos,
desprecia cuanto ignora.
Algo más tarde, Ortega y Gasset dijo aquello de que “Castilla hizo España, y la deshizo”, frase destinada a cobrar celebridad, repetida frecuentemente como cierta, y a ella quiero agarrarme para probar, en cuanto sea posible, el error de ciertas afirmaciones intelectuales derivado de una insuficiente exploración histórica. La segunda proposición de la cita orteguiana no requiere demasiadas explicaciones para esclarecerla, porque es evidente que la decadencia de España no fue debida al mal gobierno de los castellanos –que más quisieran los independentistas catalanes y vascos de ahora, para justificar su rupturismo-, entre otras razones porque los castellanos apenas tuvieron arte ni parte en la gestión de unos órganos de poder que de castellanos no tenían más que el nombre.
Las dos dinastías que rigieron los destinos de España a partir de los Reyes Católicos eran de origen extranjero, y ello influyó poderosamente en las alianzas y política exterior que siguieron los titulares de la corona española, en general bastante nefastas para los intereses nacionales. No digamos ya para los intereses castellanos, según iremos viendo a lo largo de esta mini serie de artículos. A su vez, buena parte de los secretarios de Estado (actuales ministros) y secretarios de Despacho, no nacieron en la Castilla estricta, sino en otros reinos y señoríos de la dilatada corona española. Por ejemplo, el cardenal holandés Adrian Florensz, conocido como Adriano de Utrecht, luego Papa; la saga de los Idiáquez, originarios de Tolosa (Guipúzcoa); Antonio de Aróztegui, con asentamiento en Lequeitio (Vizcaya); Juan de Ciriza, navarro; Luis de Oyanguren, vizcaíno; Blasco de Loyola, guipuzcoano, etc., etc. (Sobre los altos cargos de la administración de la Corona, existe un estudio completo en cuatro tomos, titulado “Los secretarios de Estado y del Despacho”, obra del profesor de la Facultad de Derecho de Madrid y premio Menéndez Pelayo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas por este estudio, José Antonio Escudero, publicado por el Instituto de Estudios Administrativos en 1969).
La decadencia de España no puede atribuirse, en justicia, a ningún reino concreto, sino a la indolencia, necedad o doblez de algunos reyes, a las intrigas de sus validos y de las camarillas cortesanas; a la corrupción y mala administración de no pocos funcionarios y personalidades que ocupaban cargos públicos, y a una serie de guerras de prestigio y de compromiso por motivos dinásticos, tan ruinosas como nefastas. En esta política, los castellanos de pie no tuvieron más influencia en la gobernación del imperio que los peones de cualquier otro reino español, y, en cambio, soportaron la peor parte del coste tributario y humano, quedando arruinados con ello su economía y su porvenir.
(Continuará)