Es impresionante, y también consolador, releer estos días las páginas serenas del libro España inteligible del maestro Julián Marías. En ellas se describe, como indica el subtítulo, la "razón histórica de las Españas". La gestación de esa realidad de convivencia humana, compleja y plural, que se ha desarrollado a lo largo de siglos con el concurso de la razón y la libertad de hombres y mujeres acomunados por un ideal compartido, por un deseo de responder a las nuevas circunstancias custodiando el patrimonio espiritual, cultural y económico que iban amasando.
Marías está tan lejos del empirismo como del esencialismo. No piensa que exista un código genético de las naciones o que su destino se halle escrito en las estrellas. Pero tampoco contempla el curso de la historia como los cínicos o los mecanicistas. Descubre en la trama convulsa de los hechos la traza de una razón, la prosecución de un ideal, el contenido de una misión que se dibuja lentamente en la conciencia de las gentes no sin choques y contradicciones numerosas.
Hay una página encantadora que recoge un episodio narrado por el cronista Fernando del Pulgar, iluminador de la génesis de una nación. Se sitúa en el año 1481 cuando el rey Fernando (que ya reinaba con Isabel en Castilla) acaba de tomar posesión de la corona de Aragón. Los turcos, verdadero azote del mediterráneo cristiano en la época se aprestaban a conquistar el reino de Sicilia del que Fernando era soberano antes de su boda. Los Reyes Católicos deciden formar una armada para conjurar el peligro y envían delegados a Vizcaya y Guipúzcoa donde reúnen a los caballeros, hidalgos y procuradores de las villas, a los que arengan "como gente sabida en el arte de navegar y esforzados en batallas marinas" y les recuerdan que esta empresa "era servicio de Dios, e del Rey e de la Reyna, e defensa general de toda la christiandad".
Los moradores de aquellas tierras vascas ponen al principio dificultades, por la paga que se ofrece pero más todavía porque decían que aquella iba "contra sus libertades, que les fueron siempre guardadas por los reyes de España, antecesores del Rey y de la Reyna".
Hubo grandes alborotos que pusieron incluso en riesgo la seguridad de los comisarios regios. Pero estos, "con palabras dulces", les explicaron que no venían "a quebrantar sus franquezas sino a guardárselas mejor". Pero les afean que vayan a ser los portugueses los que se honren en esta empresa, e invocan su condición de castellanos, mayores en número y más esforzados y diestros en el arte de navegar, pero dispuestos a quedarse holgando en sus casas. Y cuenta Pulgar que aquellos pueblos mudaron su sospecha en orgullo y sus acusaciones en diligencia presurosa... y en aquellas provincias de Vizcaya y Guipúzcoa se armaron cincuenta naos. A esta flota se juntaron otras veinte de los puertos de Galicia y de Andalucía para socorrer a Sicilia, reino de la Corona de Aragón.
Sostiene Marías con buenas razones (que no podemos desarrollar en este artículo) que el matrimonio entre Isabel y Fernando fue mucho más que una de tantas uniones dinásticas, tan frecuentes en los reinos europeos de la época. Si así hubiera sido se habrían deshecho sin más a la postre. Fue por el contrario la puesta en práctica de una radical innovación política, que por un lado recogía el eco de la "España perdida" tras el cataclismo que supuso la invasión musulmana, y por otra miraba al futuro, proyectaba (por primera vez en Europa, dice Marías) una nación en el sentido moderno del término.
No había "solución castellana ni solución aragonesa" para la decadencia imparable de aquellos reinos. Se abría paso una incorporación creadora, la solución española. Con ello nace una nueva forma de sentirse, una nueva sociedad, un nuevo sentido del nosotros. Como diría Antonio de Nebrija, "los miembros y pedazos de España que estaban por mucha partes derramados, se reduxeron y ajuntaron en un cuerpo y unidad de reino". Como la imagen de la vela que cosen juntas las mujeres del hermoso cuadro del genial Sorolla.
La génesis de este organismo vivo, de esta unidad de personas y de pueblos, ha atravesado momentos de esplendor y decadencia, ha adoptado multitud de formas y acometido empresas muy diversas. Un hispanista norteamericano, Harold Raley, habla en su obra "El espíritu de España" de una gran misión que acaso todavía no haya dado sus últimos frutos: preservar y proyectar de un modo creativo los grandes valores de la tradición occidental que hoy están en grave riesgo, mantener la estatura propia de la razón que ha marcado la forja de Europa frente a las ideologías totalitarias, el magro cientifismo o el nihilismo salvaje. Me gustaría tener la "esperanza hispánica" del profesor de Houston. En todo caso está bien visto que nuestra historia no es un mero lodazal sino el intento irónico (quijotesco) de proseguir un gran ideal, aunque a veces desmañadamente.
En esta larga singladura no han faltado fracasos y zozobras, pero la conciencia de que vivir juntos era una gran bien no abandonó durante siglos a los españoles de todo origen y condición. Es cierto que la vida de las naciones, como la de las personas, no es una foto fija ni responde a un mapa prefijado. Es fruto de la razón y de la libertad de sus gentes para afrontar circunstancias siempre nuevas, generalmente impredecibles. Y cabe preguntarse ante los desafíos de la encrucijada actual: ¿existe una solución gallega, catalana, vasca o castellana? Seguramente no, en ninguno de los campos. Y sin embargo no basta la mera constatación racional, hace falta gente viva que quiera recrear de nuevo el ideal compartido, la buena vida que genera caminar juntos. La historia no está escrita y somos capaces de lo mejor y de lo peor. Ojala que crezca ese sujeto capaz de tejer una historia compartida, ojala no prevalezca el vértigo y la amargura de la discordia.
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