Los chavales del Sindicato de Estudiantes, han hecho tres días de huelga contra los recortes del Gobierno, llamando al ministro de Educación “franquista” y otras lindezas verbales. Vale, pero estos chicos, ¿saben de lo que hablan, más allá de la queja por las reducciones presupuestarias que nos afectan a todos? Veamos. Para empezar estamos ante el típico sindicato sin afiliados, es decir, sin que nadie cotice un solo centavo de cuota, o lo que es lo mismo, una organización que debe de ser poco más que un membrete, una estampilla y unos individuos que se atribuyen unos cargos que vete a saber quien y como han sido elegidos. ¿Tienen sede? ¿Quién paga los gastos que generan? Etc. Sin embargo no se les pude negar poder de convocatoria. Lógico. Tres días sin clase y follón callejero, ¿qué estudiante de instituto “público” no se suma al jolgorio? Claro que luego viene la UNESCO y nos chafa la guitarra, situándonos en el furgón de cola del “ranking” mundial de los rendimientos escolares.
Por otro lado, estos mocitos tan antifranquistas de hoy, ¿saben tal vez quién fue el que sus abuelos aclamaban enfervorizados como Caudillo de España? Que no me digan que no, que yo tengo ya espolones y más cicatrices en el alma que un torero temerario en su cuerpo. ¿Cómo pueden ser antifranquistas unos adolescentes recién salidos del cascarón, si no habían nacido, ni siquiera muchos de su padres, cuando murió Franco. Escuchad, que el Caudillo de vuestros antepasados la palmó ya hace bastantes años. Pero, ¡qué sabrán ellos de todo aquello, si no saben lo que de verdad pasa ahora! Tan no saben, que se dejan reducir mansamente al papel de tontos útiles –tontos tonrísimos- por los que saben de sobra lo que se hacen.
Ciertamente no pueden saber mucho de casi nada, cuando enarbolan las efigies de Lenín y el Che Guevara, dos matarifes insignes del terrible siglo XX. Ya puestos a enaltecer a matarifes bermejos, podrían haber añadido en sus cartelones las caritas inocentes de Stalin, Mao y Pol-Pot, pongo por caso, si es que les suenan de algo.
Además se cobijan bajo el bermellón de las banderas comunistas y la tricolor de la II República. Pero muchachos –y muchachas, faltaría más- si el comunismo se hundió tras el derrumbe del Muro de Berlín. Si ha desaparecido de todas partes, incluso de países que políticamente aún aparentan ser “rojelios”. Pero sólo en apariencia, mientras terminan de forrarse con el maldito liberalismo económico, la vanguardia del proletariado. Quedan, sí, algunos islotes regidos por dinosaurios colorados, tal que los hermanos Castro en Cuba, pero se trata de una especie en proceso inexorable de extinción.
En cuanto a la bandera tricolor de la Segunda República que los “peceros” sacan a pasear cuando asaltan la calle –un día sí y otro también- ¿acaso conocen su origen y significado? Pregunto. Pregunta ociosa, porque seguro que tampoco saben responder. Ni siquiera recurriendo a Wikipedia. Pues bien, se lo aclaro yo por si puede servir de algo. Enseñar al que no sabe es una obra de caridad. El origen es confuso, pero sí está claro que don Alejandro Lerroux, el único republicano histórico y fetén de aquella malhadada República y bestia negra del catalanismo, la adoptó como emblema de su partido, el Republicano Radical, al que pertenecía mi padre. La bandera estaba formada por tres bandas: roja, amarilla y morada. Las dos primeras, procedentes de la enseña establecida por Carlos III para la marina de guerra española, luego elevada a la condición de bandera nacional, no era otra cosa que la cuatribarrada de la corona de Aragón partida por la mitad. Lerroux o quien fuese, entendió que allí faltaba la representación de Castilla –la Castilla de los comuneros-, el otro gran reino que fraguó la unidad de España, dato que tampoco es correcto, porque fue el reino de León, pero este lío es demasiado complejo para tratar de encajarlo en un solo artículo. Me emplazo a mí mismo para hacerlo en una próxima entrega.
Los creadores de la bandera tricolor que divulgó el Emperador del Paralelo, debían de ser daltónicos, porque convirtieron en morado el rojo carmesí del estandarte castellano, que aún conserva el ayuntamiento de Madrid. La Comunidad, en cambio, optó por un trapo de color rojo chillón como la capa del capitán Trueno, tachonado con siete estrellitas blancas que representan a los siete partidos judiciales que integran la provincia madrileña, según dispuso Joaquín Leguina en su tiempo. Claro que otros aún lo hicieron más arbitrario y además fúnebre, como el extremeño Rodríguez Ibarra, que a la nueva bandera de Extremadura que se sacó de la chistera, le arreó una franja negra en “memoria” del hambre que pasaron los braceros de aquellas tierras a lo largo de la historia. Los hay realmente esperpénticos.