La sencillez de la verdad reside en que a menudo no admite respuestas fáciles. Cuando Joseph Ratzinger renuncia al papado, sostiene que la Iglesia solamente puede superar los momentos difíciles si reconoce que quien la guía y la salva es Jesucristo.

El día que Viganò soltó el trueno que hizo temblar el Vaticano sembró de dudas el panorama, y con el paso del tiempo las múltiples salidas al paso de unos y de otros han confirmado las sospechas: el mar de fondo era y sigue siendo la profunda división anclada en el Concilio Vaticano II, a la postre trigo y cizaña. El affaire Viganò-McCarrick, más allá de poner en escena los escándalos sexuales que asolan en los últimos tiempos a la iglesia, ha puesto por delante algo aún mucho más inquietante: la creciente y gran quebrada que vive la iglesia postconciliar.

En los últimos años han emergido con fuerza las posturas disidentes hacia el Papa Francisco, auspiciado por una corriente para la que (al parecer) no existe más Iglesia que aquella que floreció después del último gran sínodo. Sus controvertidas decisiones han puesto aún más en guardia al flanco tradicionalista. Después de todas las pesquisas del caso McCarrick, no cabe duda de que la fractura en la Iglesia está subsumida dentro del mismo y que los escándalos sexuales son solo la punta del iceberg.

Carlo Maria Viganò ha hecho una denuncia legítima, ha exigido responsabilidades, ha pedido soluciones para purificar la jerarquía eclesiástica de comportamientos sodomitas; pero también ha puesto, con cierta deslealtad, en jaque al papado no solo por acusar públicamente al Papa, sino porque la marea alcanza a la cúpula vaticana de los últimos veinte años, al afirmar que las autoridades de la Santa Sede estaban al corriente desde el año 2000. También afirma que hubo sanciones canónicas (al parecer fueron peticiones privadas) a Teodoro McCarrick por parte de Benedicto XVI, sanciones que, de existir, no se cumplieron. No hubo confinamiento para la oración y la penitencia. La carta de Viganò señala a Francisco, y pone en el disparadero a Benedicto XVI y San Juan Pablo II; un señalamiento particular, y a la par un tantarantán a la Iglesia postconciliar más reciente. Como colofón, exigirle al Papa la renuncia a su cargo es ir demasiado lejos: no se recuerda hecho semejante en los anales de la historia reciente.

En este sentido, la posición del cardenal Burke ha sido mucho más prudente y responsable, no exenta de determinación: sucesos como los acaecidos en Pensilvania se tienen que investigar, se tiene que identificar a los culpables y encubridores, y se tiene que aplicar el Código de Derecho Canónico. En el Vaticano había personal al tanto de las bacanales con seminaristas y abusos varios donde el cardenal McCarrick ejercía de comensal desde hacía muchos años, y no se habían tomado decisiones al respecto. Las que dictó Benedicto XVI no revestían carácter de oficialidad, o al menos no se hicieron públicas, y McCarrick continuó participando en eventos y eucaristías durante el supuesto periodo de sanción (únicamente abandonó el seminario), lo que quiere decir que el dossier de Viganò no se caracterizó por la rigurosidad. Ni Benedicto XVI fue tan punitivo con McCarrick, ni Francisco tan permisivo: fue este último quien le impuso vivir retirado y le quitó la púrpura cardenalicia.

Una vez escuché decir a un párroco en una homilía: “Los cristianos no somos mejores que los demás, simplemente hemos elegido un camino”. No conviene tomar tamaña afirmación como una simple conseja minimalista, más bien como parte del magisterio: aquel dicho estaba cargado de un significado que monseñor Viganò perdió de vista en un momento dado. Probablemente al ex nuncio le asistió el Espíritu Santo cuando denunció las andanzas de McCarrick. Pero se le puso cara de pagano cuando exigió la renuncia al Papa. En ese instante pudo más la gran quebrada.