A diario tomamos múltiples decisiones y no nos planteamos la cuestión de si nos es lícito o no. Calculamos ventajas y desventajas, y nos decidimos. Pronto veremos si hemos acertado o no. En cualquier caso, no parece nada decisivo.
Pero, si se trata de la vida, ¿podemos decidir tan fácilmente? Me encantaría poder decir que sí y superar toda preocupación, porque –entre otras razones– tres personas bastante amigas mías se quitaron la vida en plena juventud. Y la pena por este tipo de pérdidas no se me alivia con el tiempo; se hace más profunda, pues cada día veo más claramente que la vida es un "milagro", y los milagros son cumbres a las que hemos de subir, no abismos a los que hayamos de precipitarnos.
No ha de considerarse obvio que el ser humano tenga derecho sobre la vida. La vida la recibimos gratuitamente, generosamente. Es un don primario.
La vida se nos da para que entremos en colaboración
Se nos da la vida, pero ¿se nos la da en posesión? Cuando nace un niño, no se habla de posesión, ni de mando, ni de manejo, que son modos de dominio. Creamos relaciones con nuestros allegados, sin tomar posesión de nada. Y las creamos porque aquellos mismos que nos han llamado a la vida están esperándonos para acogernos.
Este acogimiento es otro gran don, que se irá acrecentando durante los años en que se crea entre los padres –sobre todo, la madre– y el hijo el gran fruto del acogimiento de los padres entre sí: la "urdimbre afectiva y tutelar" (Juan Rof Carballo).
Durante este tiempo, el niño debe ir abriéndose a la idea de que su ser es relacional, es un vaivén incesante de relaciones creativas. Los dones que recibimos de los padres –y, luego, de los hermanos mayores y otras personas vinculadas de algún modo a la familia– son una invitación a una respuesta agradecida. El dar y el recibir son propios de una vida relacional. Y de ese pendular entre el dar y el recibir brota la energía de la vida.
Nuestra actitud primaria ha de ser, primero, de aceptación y, luego, de inmersión en una comunidad de vida.
Para captar esta condición relacional, hemos de aceptar los "dones primarios", esos que recibimos al nacer: la familia, el país, la época y su cultura, el sexo, las amistades… Eso nos exige cultivar la capacidad de acoger, no la de mandar, dominar, poseer… (Eso, si viene, vendrá más tarde en algunos aspectos de nuestra vida.) Hay quienes dicen: yo acojo la familia que creé con una persona a la que elegí; no la que me vino impuesta. En principio, parece una posición razonable, pero delata en quien la adopta un escaso conocimiento de las leyes que rigen nuestros orígenes.
La antropología filosófica relacional sabe bien que tales orígenes son regidos por las normas de la oferta y el acogimiento. Ellas configuran nuestro ser en los largos años en que se forma la "urdimbre afectiva y tutelar" entre los padres y el hijo todavía incapaz de dirigir su vida.
Es cierto que nuestra vida no la elegimos, ni escogimos las condiciones que la caracterizan. Pero nos sentimos acogidos desde el principio, y pronto se nos hizo la vida familiar, nos sentimos queridos por nuestros allegados de modo que vimos la vida como algo propio, nuestro, pero nuestro en cuanto seres comunitarios. Descubrimos que la vida presenta diversos planos o niveles, algunos de los cuales nos hacen pensar en realidades gradualmente más elevadas.
Naturalmente, al ir creciendo podemos comparar modos de vida distintos y lamentar que no se nos haya consultado en orden a elegir otras condiciones, que juzgamos más prometedoras. Pero la forma en que vamos desarrollándonos y fundando relaciones nos hace integrarnos en los grupos naturales que se van formando en torno a nosotros y nos sentimos como en casa, es decir, en un hogar. Y vamos creciendo en sabiduría y descubriendo que, en las cuestiones básicas, radicales, mejor es aceptar que rechazar.
El surgir de la idea aparentemente obvia de que "mi vida es mía"
Durante ese tiempo de vida relacional, hemos ido oyendo en casa reiteradamente diversos adjetivos y pronombres: mi, mis, mío, mía, míos, mías… Se aplican a multitud de realidades: mi padre, mi madre, mi cuna, mi osito de peluche, mis hermanos, mi sonajero, mi canción preferida… Y algún día pensaré, como algo natural, que la vida es "mía", como esta bendita mujer que sonríe junto a mí es "mi madre".
Pero, a no tardar, entra el niño en una etapa de la vida en la que surgen los deberes y los derechos. El niño debe someterse a la disciplina del aprendizaje. Y este deber le concede el derecho de tener libros de apoyo. Hasta ahora, la vida relacional había concedido una primacía casi absoluta a la actividad de acoger los padres a los hijos y darles posibilidades de todo orden. Ahora, de modo creciente, se irá haciendo valer el segundo término de la relación "dar vida y agradecer", "recibir y dar", "proponer y colaborar".
Con ello, irá resaltando más y más la vinculación de los deberes y los derechos. En la juventud, el ardor natural nos inclina a correr ciertos riesgos. "La vida es mía –puede pensar un joven– y tengo derecho a convertirla en una fuente de emociones". ¿Es esto verdad?
Lo sería si tu vida fuera un "objeto" que tú has adquirido y puedes conservarlo o desecharlo. Pero tu vida es mucho más que un objeto. Es una "realidad relacional". La has recibido de tus padres; la has desarrollado merced a la relación acogedora y tutelar de tus padres y allegados, la estás desarrollando gracias a la socialización que tus compañeros y amigos te ayudan a adquirir y a la cultura que te van facilitando tus profesores. Conservas tu vida y la perfeccionas en gran medida gracias a la sociedad que te rodea y te la hace posible ofreciéndote posibilidades.
Cuidar la salud es para mí un deber, porque la vida no es mía, en el sentido en que puede serlo una cosa que poseo (nivel 1). La vida no me la he procurado yo, como puedo procurarme una cosecha, labrando una tierra mía. La he recibido, y la mayor muestra de agradecimiento que puedo dar a mis padres es cuidar ese don, y ponerlo a su servicio.
En el método que he elaborado y que sigo se estudia con esmero el sentido de los distintos adjetivos mal llamados, en casos, "posesivos": mi padre, mi madre, mi hermano, mi amigo, mi profesor, mi libro –el que yo escribí o el que sencillamente poseo y leo–, mi tradición, mi buen Dios… Intenten precisar el sentido preciso de los vocablos mí, mía, y verán la complejidad y la riqueza que muestra aquí el lenguaje.
El surgir de los derechos
Al hablar de "mis" derechos, encontramos una situación semejante. Si bien lo miramos, advertiremos que cada derecho surge de un deber.
Cuando tengo el deber de superar un examen, me veo asistido del derecho de contar con un profesor que me oriente acerca de cómo prepararlo y me facilite los medios. Pero no debo arrogarme el derecho de copiar arteramente el examen de mi compañero de pupitre, con su permiso o sin él. Disponer de medios es mi derecho, pero el movilizarlos con el esfuerzo correspondiente es mi deber.
Al subir al nivel 2 –el de la creatividad y el encuentro–, nos sentimos llevados a crear relaciones de encuentro con otras personas y con las obras culturales que la humanidad ha creado para fundar relaciones de unidad cualificada con el entorno. Para realizar estos deberes, nos vemos dotados de ciertos derechos correlativos, que constituyen en conjunto lo que llamamos "la formación". Es una trama de deberes y derechos que deciden nuestro futuro como personas. Lo que implican los derechos lo veremos en el próximo artículo.