La necesidad es hoy mayor que hace 50 años porque el desierto se ha extendido, se ha difundido el vacío. Pero ¿necesidad de qué? De lo mismo que movió apasionadamente a los padres conciliares: comunicar la fe al hombre contemporáneo que porta consigo dudas, extravíos, prejuicios y oscuridades, pero que sobre todo sigue sediento del Dios vivo y verdadero, del sentido y el destino de su aventura humana.
La semana ha sido sencillamente impresionante. Cabe preguntarse de dónde saca el Papa esta energía, esta luz al tiempo suave y cortante, alegre sin triunfalismo, humilde y segura al mismo tiempo. Su forma de relatar el Concilio despeja de un plumazo tanta costra banal, tanta niebla y tanta palabrería. No ha existido ruptura alguna en estos cincuenta años de singladura eclesial. El cristianismo está marcado a fuego por la presencia del Dios eterno que ha entrado en el tiempo, por eso es siempre nuevo, "como un árbol en perenne aurora, siempre joven".
Esta actualidad de la fe (el sentido profundo de la palabra aggiornamento, consagrada por Juan XXIII, y a la que Benedicto XVI no hace ascos) expresa la continua vitalidad de la Iglesia. No se trata, como entendieron algunos, de reducir la fe y adaptarla a las opiniones de los tiempos, sino al contrario, "introducir el hoy de nuestro tiempo en el hoy de Dios". De eso se trataba entonces, de eso se trata ahora en unas coordenadas históricas nuevas. Es verdad que los padres conciliares se abrieron con confianza al diálogo con el mundo moderno, pero pudieron hacerlo sólo en la medida en que estaban profundamente arraigados en la fe apostólica. Porque sin ese arraigo, lo hemos visto clamorosamente, el diálogo se transforma en mera disolución, en asunción de la mentalidad del tiempo... y si la sal se vuelve sosa, ¿quién la salará? De ahí la necesidad invocada reiteradamente por el Papa en esta semana inolvidable de volver a la "letra" del Concilio que expresa la conciencia verdadera de la Iglesia, despojada de hipotecas y lecturas ideológicas. De ahí la urgencia de que el Catecismo de la Iglesia Católica sea el instrumento maestro para educa r al pueblo cristiano en el hoy que nos toca vivir.
De nuevo hemos visto estos días la alegría sin doblez de ese pueblo. Como dijo Benedicto XVI a los miles de jóvenes convocados por la Acción Católica en una vigilia cuajada de luces, "ahora nuestra alegría es quizás más sobria, más humilde", porque es consciente de las dificultades y trabas del camino: del viento que sopla desde fuera y amenaza con hundir la barca, y de la cizaña que crece en el campo de la Iglesia. Tanta ha sido la apretura que a veces, confesaba el Papa, "hemos pensado que el Señor dormía y se había olvidado de nosotros".
Pero todo esto es sólo una parte de la historia, y no la principal. Lo decisivo es que pese a nuestros temores el Señor no estaba dormido. La fuerza del Espíritu no ha dejado de trabajar, pero a su modo, no según nuestras pretensiones. Bellísimamente el Papa explica que "la llama del Espíritu Santo no es un fuego devorador, es una llama de bondad y de verdad, que da luz y calor". Y así hemos visto crecer por doquier la novedad: los nuevos carismas, el protagonismo de los jóvenes, la nueva responsabilidad de los laicos, la guía apasionada de Juan Pablo II que ha dado a la Iglesia un nuevo relieve histórico, la capacidad inmensa de Benedicto XVI para decir la fe y mostrar su fruto humano en los areópagos de la posmodernidad.
"La memoria del pasado es preciosa, pero no es un fin en sí misma", ha dicho el Papa a los obispos de todo el mundo llegados a Roma. Hoy como ayer el amor de Cristo nos apremia, el corazón sediento de los hombres nos reclama. Así pues la Iglesia no puede recrearse en la nostalgia, está irremisiblemente lanzada al futuro. Los desiertos contemporáneos (basta tomarse un café o encender la televisión) hacen más ardiente la sed de los hombres y mujeres de esta época que nos toca vivir, aunque a veces la expresen de un modo que nos espanta. Deberíamos entender este Año de la Fe como una peregrinación en estos desiertos, "llevando solamente lo que es esencial: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni dos túnicas... sino el evangelio y la fe de la Iglesia". Pero sólo quienes estén determinados por la fe y arraigados en la tierra de la Iglesia osarán adentrarse en esos desiertos para ofrecer el testimonio de su vida cambiada, de su humanidad plena y gozosa aun en medio de la tormenta. Sólo ellos, a fin de cuentas los santos, pueden introducir "el hoy eterno de Dios en el hoy de los hombres de nuestra época". Hemos visto a Pedro enseñar al pueblo, ¡qué espectáculo!
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