El día 13 de este mes se cumplió el primer sexenio de la elección del Papa Francisco como sucesor de Pedro, y el día de San José celebramos el primer sexenio del inicio oficial de su pontificado. No voy a hacer ninguna valoración de estos seis años, solo doy gracias a Dios por ellos, porque en este tiempo el Papa Francisco está siendo fiel reflejo del nombre que eligió como Papa que confirma a la Iglesia en la fe y la caridad. Y, además, como él nos dice, hay que rezar por él e invitar a esta oración, por que en el foso de los leones en que se encuentra halle en Dios y en la comunión de los santos y en la oración de la Iglesia su apoyo, su consuelo y su fuerza, para que a sus vez nos confirme a todos, como lo estamos necesitando tantísimo en estos momentos.
Me voy a referir en esta colaboración semanal en La Razón a una faceta de este querido Papa de la que se habla seguramente poco: la de la educación, que tanto tiene que ver con la defensa y protección de los menores. Tenemos un Papa como Francisco, tan sensible a todo lo humano, tan preocupado por la renovación y reconstrucción de la humanidad y de la Iglesia, esto es, por el hombre, sobre todo por los más pobres y vulnerables; y como buen jesuita no podía dejar de estar atento a una realidad profundamente humana y vital en la que se juega su futuro, el ser hombre: la educación. Mucho podríamos decir de esta faceta educativa de Francisco, ya de jesuita, ya de arzobispo de Buenos Aires, la creación de la plataforma de Scholas ocurrentes o las «Escuelas de vecinos». Su magisterio sobre la escuela (sus enseñanzas dirigidas a los maestros, a los padres y a los jóvenes, sus alocuciones e indicaciones para los centros de estudio superiores) es abundantísimo y constante. No podía ser de otra manera en un Papa como el que Dios nos ha regalado y nos confirma en la fe de la Iglesia, cuyo camino no es otro que el hombre, en expresión feliz de San Juan Pablo II.
La educación, muy en primer término, en el pensamiento de Francisco es, como hacía Jesús, nuestro Maestro: «Enseñar a vivir bien»; es decir, «enseñar cómo realizar una existencia que tenga un sentido profundo, que dé entusiasmo, alegría y esperanza», esto es, un nuevo estilo de vivir en el que se viva el amor y del amor, la confianza, la gratuidad, la libertad, la dignidad de todo ser humano y la alegría de la vida. Siguiendo a San Ignacio de Loyola, «elemento esencial de la escuela es aprender a ser magnánimos. La magnanimidad es virtud del grande y del pequeño, que nos hace mirar siempre al horizonte. ¿Qué quiere decir ser magnánimos? Significa tener el corazón grande. Tener grandeza de ánimo. Quiere decir tener grandes ideales, el deseo de realizar grandes cosas para responder a lo que Dios nos pide, y precisamente por esto realizar bien las cosas de cada día con un corazón grande abierto a Dios y a los demás. Es importante entonces cuidar la formación humana que tiene como fin la magnanimidad». ¡Qué oportuno es decir esto en estos precisos momentos de grande emergencia educativa en todos los países, particularmente, en los países occidentales, aprisionados por ideologías secularizadoras y laicistas! Esto deberían ofrecer, caminando contra corriente y por encima de otras cosas, los colegios de la Iglesia o escuelas católicas: serían escuelas verdaderamente humanizadoras y evangelizadoras.
Por ser humanizadoras, se dan escuelas en que enseñan un nuevo arte y estilo de vivir, en diálogo, y contribuirán a la unidad y a la comunicación; estas escuelas no solo ampliarían la dimensión intelectual de los alumnos, sino, sobre todo, también la humana y la social, para vivir en convivencia y en libertad de verdad. Así nuestras escuelas estarían «atentas a desarrollar las virtudes humanas: la lealtad, el respeto, la fidelidad, el compromiso, la libertad y el servicio». Francisco se detiene en estos valores fundamentales, la libertad y el servicio: ante todo personas libres, teniendo en cuenta que «libertad quiere decir saber reflexionar acerca de lo que hacemos, saber valorar lo que está bien y lo que está mal, los comportamientos que nos hacen crecer; quiere decir elegir siempre el bien. Nosotros somos libres para el bien», y en esto no hay que tener miedo a ir contracorriente, incluso si no es fácil.
Ser libre para elegir siempre el bien es fatigoso, pero hará «personas rectas, que saben afrontar la vida, personas con valentía y paciencia (parresiae y pomoné)». La segunda palabra es servicio, en las escuelas participan los alumnos en actividades que los habitúan a no encerrarse en sí mismos o en su pequeño mundo, sino a abrirse a los demás. Especialmente a los más pobres y necesitados, a trabajar por mejorar el mundo en el que vivimos. Por eso, el Papa añadirá y dirá a los jóvenes: «Sed hombres y mujeres con los demás y para los demás, verdaderos modelos de servicio a los demás».
Qué sabiamente concibe el Papa la tarea educativa en la escuela, sobre todo en la escuela católica, y también lo que debiera ser la enseñanza religiosa en el ámbito escolar. Haríamos muy bien en acercarnos al pensamiento educativo tan iluminador del Papa Francisco, y la escuela y los jóvenes ganarían mucho en calidad educativa. Es verdad que, principalmente en la escuela católica –en toda escuela– reclama educadores que sean testigos de lo que supone la enseñanza para hacer magnánimos, como el Papa pide. En Francisco tenemos un pedagogo que nos conduce por la senda a recorrer para hacer hombres y mujeres magnánimos, conforme al gran modelo educativo, antropológico, que es Jesús que ha venido por todos, a todos ama y a todos se ofrece.
Publicado en La Razón.