En la constitución dogmática Lumen gentium [LG], el Concilio Vaticano II enseña que a los laicos “corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios” (LG, 31). Ellos “están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento”. De este modo, a los laicos “corresponde iluminar y ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo que sin cesar se realicen y progresen conforme a Cristo y sean para la gloria del Creador y del Redentor” (LG, 31).

Agrega el Concilio Vaticano II que “Cristo, el gran Profeta, que proclamó el reino del Padre con el testimonio de la vida y con el poder de la palabra, cumple su misión profética hasta la plena manifestación de la gloria, no sólo a través de la jerarquía, que enseña en su nombre y con su poder, sino también por medio de los laicos, a quienes, consiguientemente, constituye en testigos y les dota del sentido de la fe y de la gracia de la palabra (cf. Hch 2, 17-18; Ap 19, 10) para que la virtud del Evangelio brille en la vida diaria, familiar y social” (LG, 35).

Los laicos, por último, “incluso cuando están ocupados en los cuidados temporales, pueden y deben desplegar una actividad muy valiosa en orden a la evangelización del mundo. (…). Por este motivo ellos deben dedicarse “a un conocimiento más profundo de la verdad revelada” y deben pedir “a Dios con instancia el don de la sabiduría” (LG, 35).

Uno de esos laicos en lo que se cumplen las palabras enseñadas por el Concilio Vaticano II es Carlos Alberto Sacheri. El próximo 22 de diciembre de 2024 se cumplirán 50 años de su martirio. Vale la pena recordarlo por varios motivos. En esta nota apuntaría dos: los cristianos de vida íntegra cómo él, por una parte, son modelos en los que inspirarse y, por otra, nos animan en medio de las pruebas que abundan en la Iglesia y en la Patria para “no tirar la toalla” sino redoblar el esfuerzo en la misión evangelizadora y en el deber patriótico de restablecer a la Argentina en Cristo de acuerdo a la enseñanza paulina en Ef 1, 10: Recapitulare omnia in Christo [Recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra].

Sin la intención de reducir la figura de Carlos Alberto Sacheri a un aspecto excluyente de otros, puede decirse que él fue, principalmente, intelectual y maestro. Intelectual en el sentido de aquél que “lee dentro de las cosas” (intus-legere) con el auxilio de su formación filosófica y teológica y maestro por su vocación de transmitir lo contemplado (contemplata aliis tradere) en los ambientes más diversos, tanto los académicos como aquellos en los que se trataba de difundir la sana doctrina. En cuanto intelectual y maestro, Sacheri fue apóstol fiel de Jesucristo. Teniendo en cuenta su condición de laico, podría decirse que el mandato de evangelizar lo vivió hasta el extremo. Tan al extremo que coronó su vida con el martirio por predicar la unidad de la Iglesia y el Reinado Social de Cristo.

Podría decirse que, en lo que se refiere a la vida intelectual, Sacheri fue filósofo de profesión. Basta repasar los títulos de sus trabajos para advertirlo. Se encuentra desde su tesis doctoral defendida en Laval (Canadá) bajo la dirección de Charles de Koninck hasta reseñas de libros, pasando por artículos científicos sobre temas o autores.

Pero –y esto es muy importante–, su vocación intelectual no fue un caso de “filosofía separada” sino un ejemplo de “filosofía cristiana”, siguiendo la explicación que formula San Juan Pablo II en la carta encíclica Fides et ratio [FR], a la que, es razonable pensar, Sacheri hubiera suscripto. El Papa Wojtyla señala que esa filosofía separada “reivindica una autosuficiencia del pensamiento que se demuestra claramente ilegítima” (FR; 75). En cambio, la filosofía cristiana es “un modo de filosofar cristiano, una especulación filosófica concebida en unión vital con la fe” (FR, 76).

Podría agregarse algo más. En el caso de Sacheri, también se comprueba otra de las consideraciones de San Juan Pablo II en la Fides et ratio: “La teología misma recurre a la filosofía” (FR, 77). Además de escritos filosóficos, en su obra pueden encontrarse “opúsculos teológicos”, por denominarlos de alguna manera.

Todo lo dicho arriba puede sintetizarse en el seguimiento discipular que tuvo Sacheri respecto de su maestro Santo Tomás de Aquino. Como también afirma la Fides et ratio, el Aquinate “es un auténtico modelo para cuantos buscan la verdad. En efecto, en su reflexión la exigencia de la razón y la fuerza de la fe han encontrado la síntesis más alta que el pensamiento haya alcanzado jamás, ya que supo defender la radical novedad aportada por la Revelación sin menospreciar nunca el camino propio de la razón” (FR, 78). A esto aspiró Sacheri como intelectual: a forjar una alianza entre la fe y la razón, entre la teología y la filosofía y, en sentido más amplio, con el resto de las ciencias.

En lo que se refiere a su labor magisterial –no como actividad laboral sino como tarea de cultivo– hay varios ejemplos destacados pero, ahora, me interesa señalar uno de ellos: su apunte de clases-libro Filosofía e historia de las ideas filosóficas (Escipión, Mendoza, 2016), que ofrecía a sus alumnos del curso introductorio a la carrera de Derecho en la Universidad de Buenos Aires (UBA).

Afirma allí Sacheri que “la concepción de la cátedra es peculiar (no porque sea exclusiva ni mucho menos), en el sentido en que tanto en la relación personal que podrá haber durante estas clases semanales como en la redacción de los exámenes parciales escritos”, los alumnos “tienen absoluta libertad para expresar la opinión que juzguen más adecuada respecto de los temas de clase o de los exámenes parciales, con el respeto de las dos reglas indispensables”: la primera es que “demuestren que han estudiado la materia, es decir, que conocen el punto de vista de la cátedra” y la segunda es que “fundamenten con la mayor seguridad posible el punto de vista personal. No decir la opinión que primero se les pase por la mente, sino fundamentar seriamente sus opiniones”.

El curso de la materia que ofrece Sacheri “tiene por objeto dos metas de tipo pedagógico: a) incitar a una reflexión sobre temas importantes, b) brindarles criterios fundamentales, ciertos puntos de referencia de doctrinas o autores que han expresado cosas importantes, vitales, sobre los distintos temas”. Piensa que no habrá ningún problema en que los alumnos den su propia opinión o hagan preguntas “teniendo en cuenta que sus interrogantes son en gran medida los interrogantes de todos sus demás compañeros”.

Levante la mano el que encontró a muchos profesores con el mismo talante que el de Sacheri.

Para concluir. Como laico, Sacheri trató de “obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios” (LG, 31). Fue de aquellos que se dedicaron “a un conocimiento más profundo de la verdad revelada” y que pidieron “a Dios con instancia el don de la sabiduría” (LG, 35). Lo hizo a través de su vocación intelectual y magisterial. Su mejor lección fue su muerte martirial por la unidad de la Iglesia y por el Reinado Social de Cristo.