Es la misma Iglesia, antes y después del Concilio, el único sujeto-Iglesia que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo y único sujeto del pueblo de Dios en camino.
Impresiona ver y escuchar a Benedicto XVI a los pies de Señora de Loreto, impresiona su humildad (tanto más difícil cuanto más grande es un hombre), la devoción sencilla y el fervor con el habla de su predecesor, el beato Juan XXIII.
En la casa de Loreto, en la casa que se caldea al amor de la Madre, dos sucesores del apóstol Pedro han querido venir a confesar la fe de los sencillos. Han querido señalar que no son los planes estratégicos ni la astucia comunicativa lo que asegura el "éxito" de la misión de la Iglesia, sino la obediencia llena de gratitud de la que María es maestra. En frase genial del Papa Ratzinger Ella es la Madre del "sí", Ella quien nos narra el camino para seguirle por la vía de la fe. Tenía que venir a postrarse en Loreto precisamente él, uno de los grandes pensadores de este tiempo: él, que es recibido por los Parlamentos y las Academias, para decir sencillamente en qué consiste el cristianismo a un mundo que en buena medida lo desconoce por completo.
Renovación en la continuidad: para irritación de los que postulan una Iglesia completamente nueva, reinventada a raíz del Concilio, y para escándalo de quienes denuncia, desde una soberbia palmaria, que todo el cuerpo eclesial con Pedro a la cabeza se ha despeñado al abismo. Frente a los unos y los otros la imagen mansa y luminosa de Benedicto XVI, su palabra transparente y musical, como una brisa de primavera, su perfume inconfundible de Evangelio.
Aquel Concilio tenía el objetivo de "extender cada vez más el rayo bienhechor de la Encarnación y Redención de Cristo en todas las formas de la vida social". No lo dice ningún restauracionista de esos que la prensa progresista lleva cuarenta años inventando. Lo dice el Papa Juan, el que convocó y lanzó el Concilio. Así que ¡fuera interpretaciones!, para eso fue convocado. Y cincuenta años después Benedicto XVI ha dicho que "esa invitación resuena con particular fuerza en la crisis actual... porque sin Dios el hombre termina por hacer prevalecer su propio egoísmo sobre la solidaridad y el amor, las cosas materiales sobre los valores, el tener sobre el ser".
¡Es necesario volver a Dios para que el hombre vuelva a ser hombre!, ha proclamado apenas una semana antes de inaugurar el Año de la Fe. Una vez más Benedicto XVI ha querido hablar a la inseguridad de nuestra época, a sus miedos: "tenemos miedo a que la presencia del Señor sea un límite para nuestra libertad... pero es Dios precisamente quien libera nuestra libertad de su cerrarse en sí misma, de la sed de poder, de poseer, de dominar, y la hace capaz de abrirse... al don de sí, del amor, que se hace servicio y colaboración". Esta es la almendra, esta es la enjundia de todo lo que se avecina estos meses en la Iglesia: volver a Dios para que el hombre extraviado se reencuentre, cure sus heridas y pueda reconocerse en casa, dentro de una gran familia de hermanos. Más de uno torcerá el gesto pensando ¡pero qué ingenuidad! Pero esa audaz ingenuidad es la que ha traído a la Iglesia hasta el día de hoy, no las estrategias o los poderes de este mundo.
En Loreto el Papa no ha querido hacer grandes análisis, esperarlo sería desconocer quién es y cómo se mueve. Ha querido sobre todo poner en el centro al Dios de Jesucristo y contemplar a la Virgen que nos indica el camino. Y ha querido mostrar, incluso físicamente, que en el arduo camino de la vida Dios ha dispuesto una casa: "es la fe la que nos proporciona una casa en este mundo", la casa de la Iglesia en la que podemos habitar seguros, pero que también nos invita a caminar sin miedo por los laberintos de la historia. Suenan los cañones, se inquietan los mercados, bullen las imágenes en la red, los violentos trazan sus planes. En Loreto las campanas tañen a gloria. Empieza a jugarse la partida.
© PáginasDigital.es