No será necesario viajar a Suiza para suicidarse, como haría el científico David Goodall en mayo de 2018, a sus 104 años. La “asignatura pendiente en la sociedad española”, de la que un día se lamentara el ex ministro Bernat Soria, recibe este jueves la aprobación prometeica de cretinos parlamentarios, consumándose así un deplorable mundo incendiario, un paisaje secularizador ruinoso y abyecto en nombre de una pretendida sociedad avanzada, cuyos mayores logros se identifican con tasas de “sacrosanto” aborto en aumento, desintegración familiar y un creciente aislamiento de ancianos, cuya soledad se verá ahora acrecentada por una amenazante y diabólica legislación dispuesta a destruir lo que una horda ideológica no está dispuesta a venerar y cuidar.
En esta situación histórica de extrañamiento y desfallecimiento, de inmensa fragilidad, asistimos a una paradoja objetiva y dolorosa, a una catástrofe que acaba de comenzar: descomunales esfuerzos y sacrificios por salvar la vida de miles de ancianos se intentan contrarrestar con la tramitación de la espantosa ley de la eutanasia, con el poder de autodestruirse. Rendir homenaje al principio de sacralidad de la vida en tantos hospitales del mundo constituye una contradicción cínica cuando se pretende agilizar la ley de la eutanasia para ofrecerla entre los “servicios esenciales”, impulsando con vehemencia irracional una nueva forma de pobreza humana y uno de los grandes males de nuestra época atribulada.
Legalizar la eutanasia es comprometer la integridad médica y su misión, pervertir la deontología médica y el cuidado humano; es invertir el propósito del Estado, obligado a proteger a las personas más vulnerables de la sociedad. Legalizar la eutanasia es una violación del respeto de la dignidad e integridad de la persona humana, el rechazo del respeto pleno de la dignidad de la persona de todo paciente y de la primacía del derecho a la defensa de la vida sobre el derecho a la libertad. Legalizar la eutanasia significa la cancelación del concepto ontológico de la persona, considerada ahora no en su ser personal sino en sus manifestaciones.
Los legisladores absolutizan el principio de autonomía del paciente, consiguiendo que se solicite la eutanasia más por presión ideológica, psicológica y social que por una situación médica sin salida al sufrimiento, algo ya infrecuente gracias a la medicina paliativa. La consecuencia es una falta de solidaridad y de justicia social al respaldar a ancianos y enfermos incurables para que se retiren y se mueran, y los demás se despreocupen de tener que cuidarlos como exigiría la dignidad de las personas. La autonomía pretendida socava el principio de la dignidad de la persona, cuya mayor manifestación consiste en la inviolabilidad de la vida humana. La autonomía no puede eclipsar la dignidad humana, ni resulta fiable en la construcción de derechos humanos.
La autoridad política tiene como misión ordenar la vida común mediante la promulgación de leyes justas. En lugar de valores éticos objetivos y universales, el poder establece criterios de legitimidad basados en procedimientos que tienen como meta meros consensos. Lo cual significa que en la actual sociedad no importa tanto el contenido ético de las acciones políticas cuanto que tales acciones hayan seguido el procedimiento adecuado. Por desgracia, el mero procedimiento asegura su legitimidad. Delimitado el objetivo final de la ideología, la idea de sociedad a la que se aspira llegar, el medio consistirá en la creación vertiginosa de leyes que originen nuevos derechos. La ley determinará el momento de la partida, sin más límites que los pronunciados por una exaltada, furiosa y resentida mayoría, creadora de un escenario macabro de pérdida, teñido de odio y rencor, y dirigida con fuerza cegadora hacia una civilización que se desea voltear porque es ahora cuando puede hacerlo.
La barbarie está consumada y legalizada. La eutanasia es la máxima expresión de nuestra incapacidad de comprender y aceptar el sufrimiento, ofreciendo la deserción perturbadora de poder salir de la vida para hacerla soportable. Ya se puede de un modo más sofisticado estrangular a los ancianos sobre sepulturas abiertas, arrancar el corazón y enterrar con el cuerpo caliente, beber la cicuta que nos devuelva al paraíso y celebrarlo entre risas como los sardos. Ahora será con una inyección letal y en tu propia casa. Sigue vigente el aserto de Dostoievski: “Si Dios no existe, todo está permitido”, los juicios sobre lo que es bueno o malo, correcto o incorrecto, ya no tienen ninguna validez universal y objetividad.
Cuando la autoridad pública, rebasando su competencia, oprime a los ciudadanos con leyes dictadas desde la ideología, se transforma en un Estado totalitario, surgiendo una sociedad de la muerte, una tanatocracia cuyo único reverso consistirá en no rehuir las exigencias objetivas del bien común, creando una cultura que ame la vida en lugar de destruirla. El mal se destruye a sí mismo. Mientras tanto, se necesitan curar muchas heridas creando un marco menos agresivo y más respetuoso con el ser humano.