La corriente de confusión que recorre el planeta nos obliga también a nosotros, los cristianos, a pensar en los porqués últimos de nuestras convicciones. Así como la filosofía consiste en cuestionarse hasta las cosas más obvias (por ejemplo, qué es una piedra), hoy los cristianos nos vemos impelidos a dar cuenta de los postulados más básicos de nuestra Fe.
Y qué duda cabe que el postulado cristiano más cuestionado de la hora presente es el concepto de matrimonio. Me contaba un amigo que, habiéndole comentado tiempo atrás a su abuela lo preocupado que lo tenía la aceptación que en muchas personas encontraba la noción de “matrimonio homosexual”, esta le dijo con cara de espanto: “Y eso no es nada hijo, ya se está empezando a hablar de matrimonio ¡heterosexual!”. La buena mujer, ajena a la terminología de moda, seguramente no entendía el significado de esta expresión y se imaginó quizá qué cosa porque, depositaria del sentido común, para ella el matrimonio es por esencia entre un hombre y una mujer.
“Pero obvio”, diría un primo mío. No tan obvio en los días que corren. Porque la ola de estupidez provocada por el tsunami de la modernidad ha mojado -y “remojado”- a no pocos cristianos que, habiendo construido su casa sobre cimientos de arena, la han visto tambalearse. “¿Y si la heterosexualidad del matrimonio no está incluida en el designio de Dios? ¿Y si el cristianismo ha estado equivocado estos dos mil años?” No está de más hacerse estas preguntas siempre que las respuestas las busquemos en las fuentes de nuestra Fe cristiana y en las interpretaciones de nuestros próceres, que los tenemos de sobra en cantidad y calidad.
Pues bien, guiado por la proclamación del Año de San José hecha por el Santo Padre, me he puesto a leer la exhortación apostólica Redemptoris Custos, en la que San Juan Pablo II reflexiona sobre “la figura y la misión del Patriarca en la vida de Cristo y de la Iglesia”, y me he encontrado este pasaje magistral: "He aquí que en el umbral del Nuevo Testamento, como ya al comienzo del Antiguo, hay una pareja. Pero, mientras la de Adán y Eva había sido fuente del mal que ha inundado al mundo, la de José y María constituye el vértice, por medio del cual la santidad se esparce por toda la tierra. El Salvador ha iniciado la obra de la salvación con esta unión virginal y santa, en la que se manifiesta su omnipotente voluntad de purificar y santificar la familia, santuario de amor y cuna de la vida”.
Dos veces en la historia del género humano Dios eligió, como inicio de la Historia, una pareja -léase “una mujer y un hombre unidos”-. La primera fue con ocasión de la Creación, la segunda lo fue con ocasión de la “Recreación” o Redención. Este dato es fundamental, puesto que Dios crea a la especie humana “a su imagen y semejanza”, por lo que de aquí podemos extraer que aquello que refleja la naturaleza de Dios es una “comunidad”, más precisamente una familia constituida sobre la base de un matrimonio, es decir, un hombre y una mujer llamados a procrear. Fijémonos: no un individuo, sea masculino o femenino; tampoco una comunión de dos personas del mismo sexo, o más de dos de ambos sexos o del mismo. Dios elige, para “reflejarse”, una comunidad conformada, primariamente, por un hombre y una mujer que se unen para acompañarse y multiplicarse.
Adán y Eva primero, y María y José, la segunda vez, constituyen el designio divino respecto del género humano. Dios no se equivocó -no puede hacerlo- ni la primera ni la segunda vez. Creó al ser humano como pareja, varón y hembra, y cuando quiso renovar su creación, eligió nuevamente una pareja. “En el momento culminante de la historia de la salvación, cuando Dios revela su amor a la humanidad mediante el don del Verbo, es precisamente el matrimonio de María y José el que realiza en plena libertad el don esponsal de sí al acoger y expresar tal amor. En esta grande obra de renovación de todas las cosas en Cristo, el matrimonio, purificado y renovado, se convierte en una realidad nueva, en un sacramento de la nueva Alianza”, reitera San Juan Pablo II en Redempotis Custos. El Padre pudo haber diseñado su plan de salvación enviando a Su Hijo de otra manera, por ejemplo, haciéndolo aparecer sobre este mundo ya joven o adulto, sin padres naturales. Pero quiso volver a comenzar de manera similar a la primera vez: “La generación de Jesucristo fue así: María, su madre, estando desposada con José…”, comienza San Mateo su relato de la Salvación. Fijémonos que Jesús no fue concebido siendo María soltera sino estando ya unida en matrimonio con José. Y es esta unión de una mujer con un hombre “el vértice por medio del cual la santidad se esparce por toda la tierra”.
No es este un argumento apto para presentarlo a personas ajenas al cristianismo. Con ellas hay que usar argumentos “naturales”, de los que hay varios y muy buenos. Pero sí es un argumento apto para cristianos zarandeados por la confusión imperante. Porque se ha cumplido la profecía de Chesterton: “Llegará el día en que será preciso desenvainar una espada por afirmar que el pasto es verde”.