Dios “puso los ojos” en la humildad de una joven judía, conocedora de la Torah y segura en el corazón de que Yahvéh acogería a Israel su siervo, acordándose de la misericordia, como había anunciado a nuestros padres, a favor de Abraham y de su linaje por los siglos (Lc 1, 54-55). Una joven que le había consagrado su virginidad y que vivía la esperanza mesiánica con plenitud, sin ofuscarse con dudas o por el rol que las costumbres vigentes concedían a su sexo.

Yahvéh, el que es – el único que por si mismo es – quedó prendado ante aquella dedicación que, siendo perfectamente libre, porque su concepción inmaculada no le restaba libertad, respondía a la gracia con delicadeza espectacular. Ese fue el punto de partida, pero no el resultado final, porque su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen y porque todas las generaciones (futuras) la llamarán bienaventurada, porque ha hecho en su favor maravillas el poderoso, Santo es su nombre (Lc 1, 48 - 50). Así la voluntaria esclava sería convertida en Reina “de cielos y tierra”, es decir, del Universo; llamada a ejercer esa realeza de una forma especial en los últimos tiempos.

Su coronación coincidió con el momento de su fiat: Fue entonces cuando el ángel le anunció que “el Señor Dios le daría - a la criatura por concebir – el trono de David su padre” (cf. Lc 1, 32) lo que, automáticamente la convirtió en reina; ya que en la monarquía davídica las madres de los reyes eran reinas por derecho propio (ver 2 Cro 1516, o 1 Re 15, 13): Igual que Betsabé ocupó el trono hebreo junto a su hijo Salomón (1 Re 2, 19-20) así María se sienta como reina junto al Soberano del Universo. Pero, además, es una reina que ha visto refrendada en el Calvario su misión restauradora: El encargo de “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (cf. Jn 19, 26) llevaba implícito, además de la tutela del evangelista y de toda la humanidad, el mandato generador de una humanidad nueva, tal como se recoge en la Revelación del mismo San Juan:

“Una gran señal apareció en el cielo: Una Mujer, vestida de sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; está encinta, y grita con los dolores del parto y con el tormento de dar a luz” (cf. Ap 12, 1-2). Ahora sabemos que este parto doloroso y prefigurado desde los inicios – “con dolor parirás los hijos” (Gen 3, 16)- se refería al Hombre nuevo, a la humanidad engendrada por el Espíritu Santo en el seno de María; humanidad destinada a poblar, tras la gran purificación del mundo, “los cielos nuevos y la tierra nueva” (Ap 21,1).

El papel de María en estos últimos tiempos – antes, durante y después de la gran tribulación – es protagónico: Ella combina su labor profética con el trabajo de formar hombres nuevos: La profecía y la transformación de los corazones están así íntimamente relacionadas. Siendo instrumento humano del Espíritu Santo, la Señora prodiga los avisos como acicates de la conciencia, para urgir la conversión e impulsar el cambio de vida. Por eso las mariofanías, desde aquella de Guadalupe en el México de comienzos del s. XVI – donde ya se apuntaban los signos de embarazo - están acompañadas de pautas e itinerarios de vida cristiana, fundados siempre sobre el reconocimiento de la propia miseria y la abnegación de la voluntad en la de Jesucristo, hasta lograr la más plena configuración posible con Él.

Lacrimaciones, sudoraciones y sangrados milagrosos de las imágenes de Nuestra Señora – que se cuentan por cientos comprobados y espectaculares, las últimas en Biblos (Líbano) al mismo tiempo que la visita de Benedicto XVI – contienen pues un doble mensaje, de advertencia y alumbramiento: De advertencia porque nuestra Reina expresa un mensaje mudo, pero clarísimo, de dolor horrorizado ante la ofuscación de la humanidad y sus consecuencias.

Esas lágrimas, que desafían la incredulidad coriácea de los hombres y la misma cerrazón de tantas jerarquías eclesiásticas, brotan de los iconos de Nuestra Señora con proyección semejante a los chorros de agua y de sangre expelidos por el Corazón Sagrado de la Misericordia… Significan: “Queda poco tiempo para la justicia, tened piedad de mi Hijo y de vosotros mismos. Acogeos a la Misericordia antes de que sea tarde”. Son, además, de alumbramiento: Porque la sangre y el sudor de las imágenes están mostrando el sufrimiento de la Madre por las dificultades con las que tropieza para engendrar en la gracia a sus pequeños.

La que ayer alumbró al Primogénito “grita ahora con los dolores del parto y con el tormento de dar a luz” al resto de la progenie, que debe ser regenerada en Cristo. Pero esta mujer embarazada, aunque refugiada “en el desierto” (cf. Ap 12, 6) hace acto de presencia en el momento crítico. Atender a Ana Catalina Emmerick sobre esto y en todo lo referente a la situación actual de la Iglesia, tiene hoy una importancia capital:

“Cuando gran parte de la Iglesia había sido destruida (por la secta secreta) y cuando solo quedaban en pie el santuario y el altar, vi a los demoledores entrar en el templo con la Bestia. Allí encontraron a una mujer de noble porte que parecía encinta, porque caminaba despacio. Al verla, los enemigos se aterrorizaron y la Bestia no pudo seguir adelante. Proyectó su cuello hacia la mujer como para devorarla, pero la mujer dio media vuelta y se inclinó hacia el altar tocando el suelo con la cabeza: Enseguida vi a la Bestia escapar nuevamente hacia el mar y a los enemigos que huían en gran confusión. Entonces vi que la Iglesia era reconstruida con prontitud, más magnífica que nunca” (Vie de A-C. E., III 113).

Es significativo el gesto con el cual la Mujer encinta ahuyenta a los intrusos: Se inclina hacia el altar tocando el suelo con la cabeza. Un gesto de adoración de lo sagrado, por el que la esclava-reina confirma su humildad, a pesar de su gravidez y llevando en su seno la nueva humanidad. Ese gesto quizá nos muestre, con gráfico simbolismo, la fuerza irresistible del culto eucarístico verdadero, no viciado, para socorrer a la Iglesia. Aunque las muestras concretas de poder de la Mujer sobre el mal pueden permanecer envueltas en el misterio hasta el momento en que su talón aplaste a la antigua serpiente y finalmente triunfe su Corazón inmaculado. El Espíritu divino, rico en misericordia, se está valiendo de esta mujer, la Mujer definitiva (Gen 3, 15) para preparar el gran cambio del mundo y de los hombres: Es sintomático el hecho de que los extrañados de María, por lo general, permanecen ajenos al significado de este tiempo. Sin Ella no hay luz suficiente para ver el horizonte, aun estando tan próximo. Por ello, ahondemos un poco más en el significado de lo que acontece ante nuestros ojos, escuchando la voz de la Señora en dos anuncios que confortarán nuestra esperanza, hechos a través de Marga en fechas recientes (VDCJ):

“No temáis. Os veo con miedo. Cuando veáis como se convulsiona todo, no temáis. Son las últimas convulsiones que provoca el demonio en el mundo antes de salir de él. No temáis” (13 de noviembre del 2006).

“Os estáis imaginando la gran tribulación como no es: Sufrimiento y ningún tipo de consuelo. No es así. No será así. Me tendréis a Mí. Tendréis mi presencia en vuestra casa, tan real, que olvidaréis todos los sufrimientos” (7 de mayo del 2008)

Lo que Nuestra Señora nos pide es simple: Dejarnos transformar por Ella, para que pueda moldearnos a imagen del Hijo. Que entremos confiadamente en su seno. Porque este seno de la Madre es, en realidad, muy accesible. Y lo tenemos señalizado desde hace justamente trescientos años: “Nosotros, por medio de María, aunque somos la despreciable y mísera nada en persona, podemos llegar, sin temor a engaño, a ser semejantes a Dios por la gracia y la gloria, con tal de que nos entreguemos tan entera y perfectamente a Ella que no seamos nadie en nosotros mismos; totalmente nadas para nosotros, y en cambio todo en Ella” (San Luis María Grignon, Tratado, 157).