Si nos preguntásemos cuál es el centro de nuestra fe cristiana, creo que responderíamos así: “Creemos que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo, se ha hecho Hombre en Jesucristo, verdadero Dios y Hombre, y por su Pasión, Muerte y Resurrección, nos ha redimido y salvado, abriéndonos así las puertas del cielo”.
Ahora bien, como dice San Agustín: “El Dios, que te creó sin Ti, no te salvará sin Ti”, y para ello hemos de obedecer nuestra conciencia, de la que nos dice el Concilio Vaticano II, en su constitución pastoral Gaudium et Spes: “En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad. No rara vez, sin embargo, ocurre que yerra la conciencia por ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de su dignidad. Cosa que no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado” (n. 16).
Ahora bien, el ser humano no es sólo una realidad individual, sino tiene también deberes sociales, hacia los demás, defendiendo causas nobles y justas y oponiéndose al mal. Actualmente, las ideologías más anticristianas y perversas son la relativista y la ideología de género, de las que dice la exhortación apostólica Sacramentum Caritatis de Benedicto XVI: “Es importante notar lo que los Padres sinodales han denominado coherencia eucarística, a la cual está llamada objetivamente nuestra vida. En efecto, el culto agradable a Dios nunca es un acto meramente privado, sin consecuencias en nuestras relaciones sociales: al contrario, exige el testimonio público de la propia fe. Obviamente, esto vale para todos los bautizados, pero tiene una importancia particular para quienes, por la posición social o política que ocupan, han de tomar decisiones sobre valores fundamentales, como el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas. Estos valores no son negociables. Así pues, los políticos y los legisladores católicos, conscientes de su grave responsabilidad social, deben sentirse particularmente interpelados por su conciencia, rectamente formada, para presentar y apoyar leyes inspiradas en los valores fundados en la naturaleza humana. Esto tiene además una relación objetiva con la Eucaristía (cf. 1 Co 11,27-29). Los obispos han de llamar constantemente la atención sobre estos valores. Ello es parte de su responsabilidad para con la grey que se les ha confiado” (n. 83).
Es lamentable, sin embargo, que, a pesar que los Papas han llamado repetidas veces la atención sobre este problema, tantos sacerdotes y obispos, dejándose llevar por la ignorancia, el buenismo y el no meterse en problemas, adopten una postura de silencio.
A más de uno le he oído decir que estamos al final de los tiempos, porque tras estos intentos de destruir la vida humana, la familia y la dimensión afectiva del hombre, ¿qué más se puede pedir? Y sin embargo todo es susceptible de empeoramiento. Y así, vemos cómo el campo de la robótica está lleno de esperanzas, pero también de peligros indiscutibles y de locuras aún mayores.
En efecto, mientras se pretende negar la personalidad humana de las personas, como fetos, bebés, algunos retrasados mentales, personas en coma irreversible, porque no tienen consciencia, se quiere conceder esta personalidad a robots, pues parecen libres de decidir y capaces de actos inteligentes, hablando así de una subjetividad robótica. En realidad, lo que hay tanto en los partidarios de la ideología de género como de la subjetividad y personalidad robótica es una absoluta falta de sentido común.