El “debate” sobre la eutanasia que se está abriendo tiene, como todos los “debates” que se suscitan en Occidente, un final cantado. Todas las legislaciones de los países occidentales incorporarán, de aquí a unos pocos años, el sarcásticamente llamado “derecho a una muerte digna”, que con el tiempo –de forma progresiva y sibilina, siempre engalanada con los disfraces de una falsa “compasión”– se impondrá como un instrumento formidable para el exterminio de enfermos y ancianos enojosos.
La imposición de la eutanasia nos sirve para reflexionar sobre las consecuencias del liberalismo, la ideología mefítica que muchos católicos panolis siguen abrazando, pensando –risum teneatis– que así frenan el advenimiento del comunismo. Pero el enemigo del orden cristiano por excelencia no es otro que el liberalismo, que introdujo en el ámbito católico la idea más nefanda de cuantas el hombre haya podido concebir, inspirada por aquel que dijo: “Non serviam”.
Dicha idea no es otra que la libertad desligada de la verdad, la libertad que se revela contra la ley divina y natural (o sea, contra la naturaleza humana), la libertad sin responsabilidad, la libertad que convierte a los seres humanos en criaturas débiles, esclavas de sus caprichos, arrojadas a un torbellino de apetencias contingentes que los devora y hace trizas.
La libertad del liberalismo, que nos promete convertirnos en soberanos de nuestras decisiones (¡autonomía de la voluntad!), es la forma más aberrante y a la vez seductora de envilecimiento (y las consecuencias de ese envilecimiento las vemos por doquier, lo mismo en los abortorios que en los pasacalles orgullosos). Solo que el liberalismo, en su afán por destruir el orden cristiano, quiso que ese sórdido envilecimiento que procura su libertad recibiese el nombre de “dignidad humana”.
Para el liberalismo, el hombre no es digno cuando obedece la ley divina y natural (cuando obedece su naturaleza) haciendo cosas dignas, sino que califica de “dignas” las cosas más indignas, la monstruosidades y caprichos variopintos inspirados por una libertad desembridada, codiciosa de satisfacer todos sus apetitos.
Resulta, en verdad, paradójica la estación final a la que nos conduce esa libertad hedionda consagrada por el liberalismo. El hombre engreído que ha renegado de su naturaleza y de Dios acaba solicitando… ¡que lo maten cuando ya no se siente sano!
Así, la libertad del liberalismo acaba delatando su fin último, que no es otro sino la destrucción del hombre, al que primeramente ha despojado de Dios y privado de su naturaleza, para arrastrarlo hasta un vacío perfumado por el disfrute de placeres plebeyos que, sin embargo, en cuanto aparece en escena el sufrimiento, se convierten en desesperación y angustia. He aquí la estación final a la que conduce la libertad del liberalismo: a una autonomía de la voluntad que se autodestruye, o que reclama que la destruyan.
Pero esta ideología execrable reservaba para sus adeptos una ironía final. El liberalismo supo engatusar a los cretinos haciéndoles creer que, en el mundo regido por la libertad individual, sería eliminado el Estado “intervencionista”. Ahora, ¡oh sorpresa!, descubrimos que, en este viaje hacia el corazón del horror en el que nos embarcó el liberalismo, es el Estado el que se halla al final del túnel. Pues resulta que será el Estado “intervencionista” el que nos administre la muerte “digna” que reclama nuestra libertad soberana. ¿Cabe ironía más cruel y ensañada?
Con razón escribía Bloy que el diablo es un magnífico ironista; y que en el infierno los condenados tendrán que reírle las gracias durante toda la eternidad. Ya empezamos a reírselas hoy, mientras se abre el “debate” sobre la eutanasia.
Publicado en Revista Misión.