Nos aproximamos velozmente al «Año de la Fe» y al Sínodo episcopal sobre la «nueva Evangelización». Apremia que la Palabra de Dios, «la Palabra de vida, vibre en las almas de forma armoniosa, con notas sonoras y atrayentes. En esta apasionante el ejemplo de Teresa de Ávila nos es de gran ayuda. Podemos afirmar que, en su momento, la Santa evangelizó sin tibiezas, con ardor nunca apagado, con métodos alejados de la inercia, con expresiones nimbadas de luz. Esto conserva toda su frescura en la encrucijada actual, que siente la urgencia de que los bautizados renueven su corazón a través de la oración personal, centrada también, siguiendo el dictado de la Mística abulense, en la contemplación de la sacratísima humanidad de Cristo como único camino para hallar la gloria de Dios.
Así se podrán formar familias auténticas, que descubran en el Evangelio el fuego de su hogar; comunidades cristianas vivas y unidas, cimentadas en Cristo como en su piedra angular y que tengan sed de una vida de servicio fraterno y generoso. También es de desear que la plegaria incesante promueva el cultivo prioritario de la pastoral vocacional, subrayando peculiarmente la belleza de la vida consagrada, que hay que acompañar debidamente como tesoro que es de la Iglesia, como torrente de gracias, tanto en su dimensión activa como contemplativa. La fuerza de Cristo conducirá igualmente a redoblar las iniciativas para que el pueblo de Dios recobre su vigor de la única forma posible: dando espacio en nuestro interior a los sentimientos del Señor Jesús (cf. 2, 5), buscando en toda circunstancia una vivencia radical de su Evangelio» (Benedicto XVI, Mensaje al Obispo de Ávila con ocasión del 450 aniversario del convento de San José, de Avila).
Importantes metas, metas posibles y alcanzables, que el Papa señala, a las puertas mismas del Sínodo de los Obispos, para la nueva evangelización, en el próximo octubre. Sin duda una gozosa y apremiante llamada para ir a Jesús, para volver a Él, para seguirle, para no retirarnos del camino ni abandonar el camino, con la mirada puesta en Él (cf. Heb 10), llevados de la mano segura de Teresa de Jesús.
Pero para ello no hay que olvidar algo que es muy teresiano: que no podemos alcanzar a Cristo, ni por tanto llegar a esas metas, sin la Iglesia. No podemos participar de la vida de Jesucristo que todo lo renueva, no podemos conocerle que es la verdadera Sabiduría y la Verdad, no podemos entrar en el conocimiento y la plenitud de Dios, donde está la vida eterna, si no es dentro de la Iglesia y con ella, de su Tradición viva, de la memoria viviente que es la Iglesia apostólica y católica. No podemos vivir la fe –ante este «Año de la Fe», esto es fundamental– si no es en comunión plena y total, en un amor y en una confianza sin límites en la Iglesia, sin un sentirse con gratitud plena y gozosamente Iglesia.
¡Qué bien lo entendió esto Santa Teresa de Jesús y qué lección nos ha dejado a los cristianos de nuestro tiempo que, a veces, parecemos querer vivir nuestra fe en distanciamiento real de la Iglesia, no fiándonos plenamente de ella, situándonos casi en sus mismos bordes. «Tiempos recios» fueron los de Santa Teresa, como recios y difíciles son los nuestros también. Ella no se arredró ante las dificultades, que eran tantas y tan duras, para la Iglesia. Ni ante los pecados de sus miembros y la necesidad de reformación que tenían, no se debilitó su adhesión y amor a la Iglesia, y, menos aún, se apartó de ella. Al contrario, la situación de la Iglesia en su época con tantos retos y desafíos, tan profundamente herida y desgarrada por las divisiones y la fragilidad –tampoco faltan ahora, ni son ajenas incluso persecuciones y descalificaciones desde fuera y aun desde dentro–, provocó en ella un amor más apasionado, un servicio más urgente, una entrega más total, una fidelidad todavía más grande a la Santa Madre Iglesia: «En todo, dice la Santa rubricando el libro de Las Moradas, me sujeto a lo que tiene la santa Iglesia católica romana, que en esto vivo y protesto y prometo vivir y morir».
En un momento tenso de reformas y de contrarreformas, optó por el camino radical del seguimiento de Cristo inseparable de la Iglesia, por la edificación de la Iglesia con piedras vivas de santidad; levantó la bandera de los ideales cristianos para animar a los «capitanes» de la Iglesia. Intuyó que el servicio más concreto y adecuado era el de revitalizar los grupos de «amigos fuertes de Dios», las comunidades comprometidas en la oración, en la pobreza y la austeridad, desatando un movimiento de comunión eclesial en torno al Papa y los obispos, «haciéndose espaldas unos a otros», haciendo Iglesia, como forma exquisita de amarla y servirla. Por eso establece una familia religiosa, donde se viviera en plenitud el misterio de la Iglesia y que sirviera a la Iglesia con todas sus fuerzas, poniendo un dique a la relajación de costumbres y a las desviaciones, en comunión total e indestructible con la Iglesia, guiada por los Obispos, sucesores de los Apóstoles, y presidida por el Papa, sucesor de Pedro. Teresa de Jesús muere dando incesantes gracias al Señor «porque la había hecho hija de la Iglesia».
Fortalecida con la fe de la Iglesia «y con este amor a la que infunde luego Dios, que es una fe viva, fuerte, siempre procura ir conforme a lo que tiene la Iglesia, como quien tiene ya asiento fuerte en estas verdades, que no la moverían cuantas revelaciones pueda imaginar -aunque viese abiertos los cielos un punto de lo que tiene la Iglesia». La Iglesia arrebata su corazón. Nada de cuanto a ella afecta la deja indiferente o desinteresada. Se duele con su dolor, se alegra con sus gozos y se siente rica con su riqueza». Así se cree y crece la fe; así se evangeliza. Aprendamos de la Santa de Ávila, Teresa de Jesús.