El conjunto de la Revelación divina contenida en las Sagradas Escrituras, concluye con una afirmación reconfortante de Jesucristo: “Sí, vengo pronto” (cf. Ap 22, 20). Es un Sí rotundo, cargado de intención, precisamente porque ha sido pronunciado como respaldo de los avisos proféticos de los últimos tiempos, necesitados de refrendo para sobreponerse a la negación coriácea de estas vísperas descreídas.
El capítulo XIII del Evangelio de San Lucas contiene una advertencia complementaria a ese anuncio final del retorno del Señor: “Cuando el dueño de la casa se levante y cierre la puerta, os pondréis los que estéis fuera a llamar a la puerta, diciendo: ¡Señor ábrenos! Y os responderá: No sé de donde sois. Entonces empezaréis a decir: Hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas; y os volverá a decir: No sé de donde sois. ¡Retiraos de mí todos los agentes de injusticia!”.
Aunque ambos textos refieren el retorno del Señor, en realidad apuntan dos perspectivas diferentes y complementarias: La frase final del Apocalipsis viene a reforzar nuestra esperanza de restauración universal y tiene una proyección de justicia centrada en el juicio de las naciones; mientras que la advertencia del Evangelio contiene la aclaración, paralela, de la justicia particular, personalizada, que acompañará a dicho acontecimiento: Porque, si bien cada uno tendrá, más temprano o más tarde, su particular relación con esa puerta, no es menos cierto que todos estamos a punto de comparecer, colectivamente, ante “el dueño de la casa”.
Ambas perspectivas delimitan nuestra esperanza, alimentando por un lado la tensión por el retorno (Mt 5, 6) que siempre ha informado al verdadero cristianismo; y advirtiéndonos, por otro, del riesgo de que esperemos una alborada sin justicia personalizada, engañados por vivencias místicas o carismáticas no traducidas en autenticidad cristiana.
La espera del juicio de las naciones necesita sustentarse sobre esa actitud de conversión y cambio de vida, en la que venimos insistiendo en artículos precedentes, sin la cual nuestra disposición será dramáticamente insuficiente: No bastan, en esta hora, las invocaciones de la misericordia ayunas de esfuerzo sostenido de vida cristiana. Son peligrosas también aquellas influencias que ponen el énfasis en la recepción de iluminaciones y dones extraordinarios, si descuidan la abnegación, la humildad y el esfuerzo cotidiano de auto-vencimiento…Las estrategias actuales del enemigo son retorcidas y burlarán nuestro discernimiento, si no media una humildad mariana. Los engaños de este tiempo son extraordinarios. Al respecto conviene meditar la advertencia siguiente, de Ana Catalina Emmerick: “Ninguna desviación lleva a consecuencias tan desastrosas y es tan difícil de curar como este orgullo del espíritu por el cual el hombre pecador pretende llegar a la suprema unión con Dios sin pasar por el camino laborioso de la penitencia, sin practicar incluso las primeras y más necesarias de las virtudes cristianas y sin otra guía que el sentimiento íntimo y la luz que da al alma la certeza infalible de que Cristo opera en ella…” (Vie d´Anne-C.E., I, 536) En pocas palabras: La contricción hay que confirmarla con los hechos y la predilección corresponderla con entrega.
Estar a la espera del retorno inminente del Señor, redescubriendo el horizonte del Evangelio, no es una opción prescindible, sino una necesidad imperiosa. A los más reacios quizá no se les exija marcar esa inminencia en la agenda de sus vidas, como hacemos sin rebozo algunos; pero a todos los discípulos de Jesucristo, sin excepción, se nos pide permanecer alerta ante la eventualidad del gran acontecimiento: “Estad atentos y vigilad…No sea que llegue de improviso y os encuentre dormidos” (cf. Lc 13, 33-37). La opción de un “cristianismo” sin expectación de la Segunda Venida no existe en el Evangelio. Porque la tensión escatológica, urgida en los capítulos culminantes de los sinópticos (Mt 24, Mc 13, Lc 21) inmediatamente antes de las narraciones de la Pasión, constituye el nervio mismo del Evangelio y la llamada más insistente de Jesús. Sin esos capítulos densos y proféticos, nuestro anuncio se convierte, efectivamente, en una retórica homologable en el sincretismo anticrístico.
“La fuerte llamada del futuro indica la poderosa energía de esperanza que poseía el primer cristianismo” – P. Ermes Ronchi dixit – energía que, en realidad, aun puede mostrar la Iglesia a despecho de las tentaciones positivistas, y que se revela cuando ella se hace signo de contradicción. La Pasión de la Iglesia no es una eventualidad futurible que pueda soslayarse: Es un itinerario histórico de asociación del Cuerpo Místico con su Cabeza, por el que se completa la obra redentora. Un itinerario cuyos hitos han sido pormenorizados en las Sagradas Escrituras (Za 11). El Calvario es, por ello, la puerta de la esperanza; la antesala de una resurrección gloriosa de la Iglesia, análoga en sus tiempos a la de Cristo. Pero la Pasión no es, a su vez, sino la consecuencia de “remar contra corriente”. En este vértice de la historia, son preludios de la resurrección, por ejemplo, las peregrinaciones audaces del olivo (“Gloria olivae”) como mensajero de paz: En todas ellas ha cargado la cruz sobre sus hombros, desautorizando con su ejemplo la manipulación utilizada para incendiar el planeta. El drama de la Iglesia actual tiene mucho que ver con la soledad de este olivo en su remar contra corriente. (Y ahora el padre Gª. Inza nos recuerda que ese remar contra corriente era, nada menos, una recomendación final de San José María Escrivá de Balaguer).
La esperanza se nutre de certidumbre sobre la reconducción del derrotero humano extraviado. Reconducción muy cercana y de factura sobrenatural: ¿Qué podría reconfortarnos más que saber abierto ese horizonte por la encíclica Quas Primas, que proclamó ante el mundo la investidura real de “aquel hombre noble que marchó a un país lejano a recibirla” y que, a pesar de las embajadas de odio sucedidas durante un siglo - “no queremos que ese reine sobre nosotros” – regresa próximamente a reclamar lo suyo? (cf. Lc 19, 11-27) Esa fecha de 1925 inauguró probablemente los últimos tiempos: Y ahora se cumplen casi cien años desde que Pío XI anunció al mundo aquella realeza trascendental y celebró simultáneamente el decimosexto centenario del concilio de Nicea: Recordando que dicho concilio definió y proclamó como dogma de fe católica la consubstancialidad del Hijo unigénito con el Padre - hoy subrepticiamente atacada - y afirmando, ya en s. IV, la dignidad regia de Jesucristo, al incluir en su fórmula de fe – el Credo que todo cristiano debe hacer suyo – las palabras: cuyo Reino no tendrá fin.
Ese Reino “que no tendrá fin” tenemos pues razones de peso para considerarlo muy próximo, a pesar de las circunstancias que lo preceden, a las que se sobrepone nuestra esperanza. Porque ese Reino es absolutamente incompatible con una autonomía de las realidades terrenas usada no sólo “sin referencia al Creador” como advertía el Vaticano II (G.S. 36) sino dispuesta en oposición aberrante a sus mandamientos; con todo lo que ello implica de desafío secular. Por eso convendrá añadir alguna reflexión sobre los obstáculos que nublan la esperanza de amplios sectores eclesiásticos y, por último, sobre la maravillosa gestación del nuevo hombre y del nuevo mundo, obras maestras del Espíritu Santo llevadas a cabo por su esposa, nuestra Madre y Reina.