Cuando amaneció aquel 7 de noviembre de 1861, los lectores del diario El Contemporáneo se dieron cita en los quioscos de la madrileña Puerta del Sol para adquirir el ejemplar del día y, en su sección de Variedades, se encontraron con un estremecedor cuento de Gustavo Adolfo Bécquer que llevaba por título El Monte de las Ánimas. Leyenda Soriana.
En él, durante una gélida noche de difuntos -es decir, la víspera del Día de Todos los Santos-, el galante Alonso narra a su prima Beatriz la leyenda fantasmal del Monte de las Ánimas y ésta lo desafía a recuperar esa misma noche una prenda que dice haber perdido en el monte -al que habían ido de cacería unas horas antes-. Alonso se sobrepone al miedo y, deseoso de complacer a su prima y probar su valía, emprende el regreso hacia el lugar de las apariciones. Conforme pasan las horas sin que vuelva, Beatriz comienza a sentirse inquieta ante la posibilidad de confrontarse con el misterio espectral, pensando que tal vez -¡solo tal vez!- aquel cuento no sea únicamente un cuento:
“Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana. «Será el viento», dijo, y poniéndose la mano sobre el corazón procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes con un chirrido agudo, prolongado y estridente. Primero unas y luego las otras, más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden: estas con un ruido sordo y grave, aquellas con un lamento largo y crispador. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante, lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles, eco de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y que, no obstante, se nota su aproximación en la oscuridad. Beatriz inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar; nada, silencio”.
Eso, querido lector, es apenas un atisbo de lo "numinoso", la reacción que experimentamos ante la manifestación de poderes sobrenaturales o preternaturales que nos son -a la vez- fascinantes e inquietantes. El teólogo luterano Rudolf Otto (1869-1937), en su sonado libro Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios (1917), apunta al sentimiento de conmoción que turba a la criatura racional ante lo oculto y lo secreto, un mysterium tremendum que le es inaccesible. Explica Otto que lo numinoso puede ser "sentido" de distintas maneras: penetrando el ánimo con suave flujo, en la forma del sentimiento sosegado de la devoción absorta; pasando como una corriente fluida que dura algún tiempo y después se ahíla y tiembla, y al fin se apaga, y deja desembocar de nuevo el espíritu de lo profano; presentándose en formas feroces y demoníacas que hunden al alma en horrores y espantos cuasibrujescos...
Sin embargo, si bien esta última faceta -la cuasibrujesca- parecería ser a priori la más espeluznante, en realidad corresponde al grado más tosco y superficial de lo "numinoso", pues se trata de un mero esperpento -en el sentido valleinclanesco- de la puridad absoluta de la experiencia numinosa, que no es otra sino la manifestación de la santidad de Dios.
Y, como el Libro Primero de los Reyes nos enseña, esta manifestación no siempre llega acompañada de estrepitosos fucilazos -por mucho que así nos gustaría que fuese para poder identificarla al instante-, sino que a veces se revela en el susurro de una brisa suave: “Sopló un viento huracanado que partía las montañas y resquebrajaba las rocas delante del Señor. Pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, hubo un terremoto. Pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto, se encendió un fuego. Pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego, se oyó el rumor de una brisa suave. Al oírla, Elías se cubrió el rostro con su manto, salió y se quedó de pie a la entrada de la gruta (1 Re 19,11-13)”.
Como miembros de la Iglesia fundada por Cristo, tenemos el privilegio de contar con una serie de elementos visibles que apuntan al más puro y espeluznante misterio numinoso. Desde los altos techos de las majestuosas catedrales góticas y los rosetones que traslucen tonos enigmáticos hasta las nubes de incienso que se elevan como plegarias desde la boca de los botafumeiros y las pequeñas velas rojas que -una en cada iglesia- arden junto al tabernáculo, todo nos invita a aguardar expectantes el susurro de la brisa suave, el susurro de Jesús Sacramentado.
De hecho, el propio Otto -pese a no ser católico- alcanza a distinguirlo y lo reconoce: "En el catolicismo, el sentimiento de lo numinoso palpita con fuerza insólita en el culto, en los símbolos de sus sacramentos, en la forma apócrifa de la fe en el milagro y la leyenda, en las paradojas y misterios de su dogma". ¡Y es verdad! No que los sacramentos sean símbolos o que los milagros sean formas apócrifas de la fe o que las "paradojas" de nuestras dogmas no lo sean solo en apariencia, sino que ciertamente la espiritualidad católica nos invita a abrazar sin reparos el pavor numinoso, que tan vivo, tan palpitante, se encuentra en la vida litúrgica y sacramental de la Iglesia.
C.S. Lewis, en su clásico El problema del dolor, nos invita a reflexionar sobre cuál sería nuestra reacción si supiéramos que en la habitación contigua hay un fantasma o un espíritu. ¿Quizá miedo? ¿Pero qué clase de miedo? ¿El mismo miedo que nos provocaría saber que en ese cuarto se esconde una fiera o un asesino? Probablemente no. Tal vez lo que experimentaríamos sería un temor difuso, críptico, menos ligado a un peligro concreto y más parecido a una sensación de agitada expectativa ante una entidad cuyo verdadero poder no comprendemos realmente y ante la que solo cabe la cohibición. Ahora bien, si un fantasma o un espíritu bastaría para provocar en nosotros tal sobrecogimiento, ¿cuánto más deberíamos estremecernos -con admiración y fascinación, pero también con respetuoso temor- ante la presencia real del Creador de cielo y tierra?
Que no nos quepa la menor duda: el misterio eucarístico, verdadero encuentro con Jesús Sacramentado, no es un mero símbolo ni una simple conmemoración. Es un auténtico mysterium tremendum, que nos llama -desde un núcleo de ardiente amor recubierto con corteza de enigmático silencio- al más absoluto pavor numinoso. Tratémoslo como tal.