Los cristianos en general, y los católicos en particular, están siendo objeto de persecución y prohibiciones en diversas partes del mundo musulmán, sin que ningún santón o autoridades culturales y políticas islámicas levante voces de protesta contra semejante atrocidad contra la libertad de conciencia. Voces audibles, significativas, decisivas para combatir la intolerancia y el fanatismo religioso. Claro que si se matan entre sí, entre suníes y chiíes por ejemplo, qué podemos esperar de una cultura religiosa que no ha superado la Edad Media en la que nació.
Pero tampoco a los laicistas de profesión, tan defensores en apariencia de los derechos humanos, se les oye elevar la voz contra los atropellos a la libertad religiosa y hasta la vida de las personas. Lo suyo consiste, únicamente, en combatir las expresiones y símbolos cristianos, en erradicar de la vida pública las raíces de la cultura occidental. O sea, lograr una sociedad anclada en el vacío, en la nada espiritual, como se manifiesta en los minutos de silencio que se guardan para homenajear a un difunto acaso asesinado por terroristas, o incinerar de tapadillo, como el monstruo de Córdoba, a los propios hijos de las abortadoras.
El problema del Islam, como religión, es que se basa en un texto canónico, El Corán, que regula la vida entera de los seguidores de Mahoma, cuando no pocos detalles temporales o accidentales que resultan inaplicables de un tiempo a otro. Por ejemplo, la prohibición de comer carne de cerdo (jalufo) podría tener su fundamento en el contagio a las personas de enfermedades animales, como la triquinosis, de gravísimas consecuencias humanas. Sin embargo, los musulmanes parece que no han descubierto que las enfermedades animales como sus epidemias (peste porcina, peste aviar, vacas locas, etc.) se combaten con medidas sanitarias y no religiosas, sin necesidad de prohibir su consumo de manera permanente, que en ningún caso puede ser pecado.
El Corán, al regular numerosos aspectos meramente civiles y seculares, impide la evolución de las costumbres y su adaptación al mundo moderno, mientras impone obligaciones que nada tienen que ver con la virtud personal y la observancia de preceptos realmente religiosos encaminados a alcanzar el Paraíso, cualquiera sea la imagen que se tenga del mundo celestial. Esa inadaptación a la cultura moderna, ciertamente de raíz cristiana, pero extensible a cualquier cultura evolucionada, como lo demuestra la civilización del extremo oriente, origina una profunda frustración de los islamitas, cuyas reacciones se revuelven con furia contra los portadores de las nuevas técnicas.
Esas técnicas que propician el progreso y la modernidad ¿son tal vez unas técnicas secularistas aliadas del demonio? No necesariamente. Los nuevos inventos y descubrimientos no “crean” nada radicalmente nuevo, sino que descubren las fuerzas y posibilidades intrínsecas a la Naturaleza, la obra de la Creación, a cuyo desarrollo y mejoría estamos llamados todos los humanos, como hijos de Dios. ¿Que hay quienes pretenden propiciar el progreso al margen del reconocimiento del Dios Padre Creador? En efecto, los hay, por intereses puramente sectarios o ideológicos, como los marxistas y los laicistas, pero nunca científicos.
Los musulmanes fundamentalistas no han descubierto todavía este fundamental matiz, creando en ellos una permanente esquizofrenia o enfrentamiento entre el radicalismo de sus creencias y la convivencia pacífica con los demás, de ahí que resulten tan intolerantes y peligrosos. Actualmente constituyen la principal amenaza de la paz del mundo. ¿Lograremos alguna vez alcanzar la paz universal?