Gran parte de la juventud y aun los menos jóvenes han perdido el sentido del pecado, especialmente en el aspecto sexual. Hoy es fácil encontrar a personas de veinte o treinta años y puede que más que dicen vivir “en pareja” o “en pecado”, o aunque no lo digan lo conoce todo el mundo de su entorno. O sea, que viven amancebados como si fueran matrimonio efectivo. “Es como si estuviéramos casados”, me decía no hace mucho un familiar, al que sugería que se casara. Es cierto, viven como si... pero en la realidad es que no.
¿Qué les induce a adoptar soluciones en apariencia fáciles, pero inestables? Sin duda alguna, el miedo, el horror a contraer compromisos definitivos, el temor a que la convivencia con el otro o la otra no resulte llevadera. Sin una ligazón formal y menos sacramental, la separación o ruptura total no ofrece ninguna complicación legal y menos aún religiosa, en particular si no hay niños de por medio. De ahí que la natalidad en España esté bajo mínimos.
La abstinencia familiar, que no sexual, es un indicio de la falta de valor y coraje de nuestras generaciones jóvenes. Generaciones muy libres, en efecto, pero sin músculo vital, temerosas de adquirir responsabilidades personales. Ahora alegan, si uno se para a escucharles, que no está el horno para bollos ni para traer niños al mundo. Ciertamente la situación económico-laboral es muy deprimente, pero hace unos años esto parecía Jauja –aunque los más cautos sabíamos que había mucho de fuegos artificiales- y sin embargo la natalidad estaba ya por los suelos, como si a las mujeres españolas se les hubiera agostado la sementera. Menos mal que las moras y las colombinas están paliando un poco la “pertinaz sequía”, de la que hablaba continuamente Franco, aunque a uno le asalta la duda de si lo que alumbran unas y otras son españolitos precisamente, leyes al margen.
He podido observar, en los muchos casos de parejas “de hecho” que vengo conociendo, que las mujeres ofrecen poca resistencia, si no son las que propician esta solución en apariencia fácil y expeditiva, pero incómoda y expuesta. Es una forma de tentar al diablo. Estar siempre pensando que si sale mal se puede dar la “espantá” en cualquier momento, es cultivar la inseguridad emocional y afectiva, dos sentimientos básicos en los matrimonios legítimos y, por consiguiente, canónicos. Los enlaces por lo civil ante un juez de paz o un concejal cualquiera, leyendo unos parrafitos más o menos ad hoc de la Constitución, me parece una patochada legalista que a efectos morales o religiosos tiene la misma validez que la unión por lo forestal.
El caso es que muchos que optan por “ajuntarse” -como decían las viejas de la tierra de mis antepasados- son personas que se consideran católicas, al menos culturalmente, que en parte han perdido la noción del pecado, si bien son conscientes, al mismo tiempo, de que viven en una situación irregular respecto a la Iglesia. Ese hecho les aleja de la práctica religiosa y los sacramentos, que ciertamente no pueden recibir sin enmendar la página, con lo cual corren el riesgo de perderse en el pozo sin fondo del indiferentismo, antesala de la increencia. Es uno de los grandes retos que tenemos quienes nos consideramos hijos fieles de la Iglesia: pensar en esa generación y buscar fórmulas, si las hay, para atraerlos de nuevo al redil. Yo confieso que no se me ocurre ninguna.