Josué 24, 1-2a.1517b;
Efesios 5, 21-32;
Juan 6, 61-70
«Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo. Las mujeres a sus maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es Cabeza de la Iglesia, el salvador del Cuerpo. Así como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella. [...] Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos, porque el que ama a su mujer, se ama a sí mismo».
Esta vez desearía centrar la atención en la segunda lectura del día, procedente de la Carta a los Efesios, porque contiene un tema de gran interés para la familia. Leyendo con ojos modernos las palabras de Pablo, salta a la vista inmediatamente una dificultad. Pablo recomienda al marido que «ame» a su mujer (y esto está bien), pero además recomienda a la mujer que sea «sumisa» al marido, y esto, en una sociedad fuertemente (y justamente) consciente de la paridad de sexos, parece inaceptable.
De hecho es verdad. Sobre este punto San Pablo está condicionado en parte por la mentalidad de su tiempo. Sin embargo la solución no está en suprimir de las relaciones entre marido y mujer la palabra «sumisión», sino, si acaso, en hacerla recíproca, como recíproco debe ser también el amor. En otras palabras, no sólo el marido debe amar a la mujer, sino que también la mujer al marido; no sólo la mujer debe estar sometida al marido, sino que igualmente el marido a la mujer. Amor recíproco y sumisión recíproca.
Someterse significa, en este caso, tener en cuenta la voluntad del cónyuge, su parecer y su sensibilidad; dialogar, no decidir solo; saber a veces renunciar al propio punto de vista. En resumen, acordarse de que se ha pasado a ser «cónyuges», esto es, literalmente, personas que están bajo «el mismo yugo» libremente acogido.
El Apóstol brinda a los esposos cristianos como modelo la relación de amor que existe entre Cristo y la Iglesia, pero explica enseguida en qué ha consistido tal amor: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella». El verdadero amor se manifiesta en la «entrega» al otro.
Hay dos formas de manifestar el propio amor a la persona amada. El primero es hacerle regalos, llenarla de dones; el segundo, mucho más exigente, cosiste en sufrir por ella. Dios nos amó de la primera manera cuando nos creó y nos llenó de bienes: el cielo, la tierra, las flores, nuestro propio cuerpo, todo es don suyo... Pero después, en la plenitud de los tiempos, en Cristo, vino a nosotros y sufrió por nosotros, hasta morir en la cruz.
También ocurre así en el amor humano. Al principio, de novios, se expresa el amor haciéndose regalos. Pero llega el tiempo para todos en que ya no basta con hacer regalos; hay que ser capaces de sufrir con y por la persona amada. Amarla a pesar de las limitaciones que se van descubriendo, de los momentos de pobreza, de las enfermedades mismas. Esto es verdadero amor que se parece al de Cristo.
En general se llama al primer tipo de amor «amor de búsqueda» (con un término griego, eros); al segundo tipo, «amor de donación» (con el término griego agape). La señal de que en una pareja se está pasando de la búsqueda a la donación, del eros al agape, es ésta: en lugar de preguntarse: «¿Qué más podría hacer por mí mi marido (respectivamente, mi mujer) que aún no haga?», uno se empieza a preguntar: «¿Qué más podría hacer por mi marido (o mi mujer) que aún no haga yo?».
Tomado de Homilética.