La señal más evidente de que el Señor estará con nosotros hasta el fin del mundo, junto a la presencia del Espíritu Santo, es la Eucaristía. “La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia”. El beato Juan Pablo II, en la encíclica profética sobre la Eucaristía que nos dejó como legado, subrayaba estas últimas palabras: “el núcleo del misterio de la Iglesia” (E. de E., 1). Y continuaba: “La Iglesia experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: ‘He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo’ (Mt 28, 20): En la sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor (la Iglesia) se alegra de esta presencia con una intensidad única”.
“Con razón ha proclamado el Concilio Vaticano II – seguía explicando el Papa con clarividencia – que el Sacrificio eucarístico es fuente y cima de toda la vida cristiana (LG, 11). La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo” (PO, 5).
“La Eucaristía, presencia salvadora de Jesús en la comunidad de los fieles y su alimento espiritual, es lo más precioso que la Iglesia puede tener en su caminar por la historia. Así se explica – seguimos con J. P. II – la esmerada atención (subrayado por el Papa) que ha prestado siempre al Misterio eucarístico; una atención que se manifiesta autorizadamente en la acción de los Concilios y de los Sumos Pontífices: ¿Cómo no admirar – exclamaba el Papa – la exposición doctrinal de los Decretos sobre la Santísima Eucaristía y sobre el Sacrosanto Sacrificio de la Misa promulgados por el concilio de Trento?” (E. de E., 9). Efectivamente, hay que admirar, junto con Juan Pablo II, la precisión doctrinal con la que aquel magno concilio supo dejar establecido para siempre y con carácter dogmático el Misterio nuclear de la Eucaristía: “Si alguno negare que en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía se contiene, verdadera, real y substancialmente (vere, realiter et substantialiter) el cuerpo y la sangre juntamente con el alma y divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, y por consecuencia, todo Cristo; sino por el contrario dijere que solamente está en él como en signo o en figura; o virtualmente; sea anatema”(Canon I).
La precisión de los padres tridentinos es providencial, al confesar el hecho milagroso de que el cuerpo y la sangre de Jesús están en la Eucaristía, verdadera, real y substancialmente, es decir, que lo que comemos cuando recibimos la Eucaristía es, sin ningún tipo de eufemismo, el cuerpo y la sangre de Cristo, aunque sea bajo la apariencia (término de Trento) de las especies de pan y de vino. Una precisión que ha sido necesaria a lo largo de toda la historia cristiana – aunque durante el s. XVI se hiciese más apremiante por el protestantismo – porque la invitación del Señor a comer su sangre y beber su sangre (Jn 6, 54) es piedra de escándalo para la autosuficiencia de la razón desde el momento mismo en que se pronunció. El enemigo del género humano ha desplegado una saña especial, desde aquel instante de Cafarnaum; intentando revolver la escandalizada “sensatez” humana contra esta afirmación taxativa del Dios-hombre. Tal saña forma parte de un misterio de iniquidad operativo desde los inicios del cristianismo (2 Ts 2, 7) frenado por la autoridad de Roma (2 Ts 2, 5): Autoridad cuya eficacia está en relación directa con la Eucaristía, de tal forma que ese Adversario cuyo signo es el 666 (Ap 13, 18) y que no puede manifestarse hasta que esta autoridad sea “quitada de en medio” (2 Ts 2, 7)tendrá como propósito principal el vaciamiento y suplantación de la Eucaristía (1Mac1, 54; Dn 9, 27; 11, 31;12, 415; Mt 24, 15; Mc 13, 14).
El poder de la Eucaristía es infinito, como poder de Dios, hasta el punto que diviniza al hombre; preserva a la humanidad de las consecuencias de sus errores, y mantiene al abismo frustrado en sus expectativas. Por eso, la Pasión salvadora de Cristo y la Pasión purificadora, análoga, de la Iglesia (CCE, 677) están en íntima relación con las vicisitudes pasadas, presentes y por venir de este sacramento portentoso.
El asalto final contra la Eucaristía comenzó a ser prevenido en revelaciones proféticas privadas – incontables – desde mediados del s. XX. Recordemos la alarma de Nª. Señora en Garabandal el 18 de junio de 1965 - “a la Eucaristía se le da cada vez menos importancia” que se adelantaba a las irregularidades “post-conciliares”; las tremendas súplicas divinas, de alerta, trasmitidas en Kenia en las últimas décadas del siglo, a través de sor Ana Ali (“los masones se han puesto de acuerdo para abolir la Misa…Satanás está en medio de sus filas”) y la explicación de la Virgen al P. Gobbi: “El sacrilegio horrible cometido por el anticristo, que durará alrededor de tres años y medio (1290 días) será consecuencia de aceptar la gente (los católicos) la doctrina protestante, sosteniéndose que la Misa no es un sacrificio, sino únicamente una cena sagrada, es decir, un recuerdo de lo que Jesús hizo en su Última Cena…” Un coro de avisos que, coincidiendo visiblemente con el deterioro de la práctica eucarística, vino a respaldar el esfuerzo doctrinal de los dos últimos Papas.
En Ecclesia de Eucharistía (17 de abril del 2003) Juan Pablo II se manifestaba dolorido “por la transigencia con prácticas eucarísticas contrarias a la disciplina con la cual la Iglesia expresa su fe, porque la Eucaristía es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones”. Con el término “ambigüedades” el beato pontífice se refería a lenguajes pretendidamente innovadores que buscaban justificarse como “iniciativas ecuménicas” (E. de E., 10). Benedicto XVI, bastante más acosado por la deriva de la cultura hegemónica y por el contagio de amplios segmentos eclesiásticos, ha empeñado su ejemplo y su trabajo en la misma preservación de la Eucaristía, dando la comunión sólo de rodillas y en la boca, y promulgando documentos y directrices de intención restauradora. El Papa actual es consciente de que “toda gran reforma está vinculada de algún modo al redescubrimiento de la presencia eucarística del Señor en medio de su pueblo” (Sacramentum caritatis, 6). Obviamente, ese redescubrimiento venía a significar, en la intención de B. XVI, una recuperación de la devoción en la vivencia del Sacrificio y la contemplación del Misterio.
La Eucaristía fue protagonista en la Pasión de Jesucristo: La Plegaria eucarística III introduce la Consagración con las palabras “la noche en que iba a ser entregado…” explicitando así la relación íntima entre su Sacrificio personal y el Misterio eucarístico. Esta relación puede entenderse en toda su exigencia meditando el capítulo 6º del Evangelio de San Juan: “Jesús les dijo: En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida…” (Jn 6, 53-55) Afirmaciones tajantes, definitivas, irreductibles; y que por ello se convirtieron, desde ese instante, en criba para la selección histórica de los verdaderos discípulos de Cristo; para la distinción de la verdadera fe, que acoge sin reservas el poder de la divinidad, respecto de la falsa. Piedra de toque para separar la sumisión de los corazones de la arrogancia pretenciosa.
Este lenguaje sigue resultando duro (Jn 6, 60) y hoy más duro que nunca por ser la autosuficiencia humana más espesa. Por eso la Eucaristía es el verdadero Calvario analógico donde la Iglesia reproduce la Pasión. También Ella vive la noche de su entrega a través del Misterio eucarístico: Igualmente, ahora, hay entre nosotros “algunos que no creen”, e igualmente Jesús sabe “desde el principio quienes son los que no creen y quien es el que va a entregarle” (Jn 6, 64): Resulta sorprendente, teniendo en cuenta que la numeración de los textos bíblicos arranca del s. XIV, que esta deserción suprema, provocada por el repudio de la transubstanciación, venga consignada con la cifra seis, seis, seis: Precisamente allí donde se anuncia que “muchos discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con Él” (Jn 6, 66). Filigranas del Espíritu Santo.