Todo indica que nos hallamos en una situación muy difícil, la miremos por donde la miremos. Es verdad que la realidad de la economía acapara la preocupación de la gran mayoría; no es para menos; en su conjunto, por los indicadores que nos son conocidos, la situación puede calificarse de crítica, a pesar de los grandes y loables esfuerzos que se están desplegando durante meses por reconducirla y enderezarla por quienes tienen la responsabilidad principal –no única– de hacerlo, y que merece el reconocimiento y la plena colaboración del resto de los ciudadanos. Esta crítica situación afecta a todos, y a todos nos incumbe ineludiblemente nuestra propia responsabilidad; todos tenemos el deber de contribuir solidariamente al bien común; nadie se puede sentir liberado del esfuerzo común y solidario que se nos reclama. Son muchas las cosas y muy principales, de hondo calado, las que se encuentran dentro y detrás de esta situación. Son muchísimas las zozobras, incertidumbres, las consecuencias, los dramas y los sufrimientos humanos y vitales que tan hondamente están azotando y acarreando. Tal vez se nos escapan muchas cuestiones en juego, abundantes datos que nos podrían hacer comprender mejor lo que sucede, mejor y más asequible información para poder colaborar así, como es debido. No falta, también, la inconsciencia insensata de tantos que se inhiben y adoptan la actitud del avestruz de esconder la cabeza bajo el ala para no ver, como si no fuese con ellos, se refugian en el fondo de la decepción y la desesperanza, que supone vivir al día. Sin alarmismos de ningún tipo, con todo el realismo posible, es necesario mirar el momento con mirada limpia, lúcida, responsable y de esperanza, hoteando un futuro cierto, aunque la circunstancia y la inmediatez nos hagan sentir y experimentar el miedo de lo imprevisible, la dureza del hoy que estamos viviendo, sin mayores perspectivas que nos alienten.

¿Y los católicos, qué? Los católicos, como el resto de los ciudadanos, colaborando codo con codo por ayudar a superar la crisis, aportando los mismos y aún mayores esfuerzos que se nos exigen a cada uno, actuando con absoluta corresponsabilidad y desplegando las actitudes evangélicas de la caridad, de la justicia social, de la solidaridad, ofreciendo y dando testimonio de la esperanza que nos anima y que nos hace capaces de salir del hoyo oscuro y profundo de la situación, y vislumbrar la luz del futuro que nos aporta la fe y el Evangelio. Lo he dicho muchas veces y ahora lo repito de nuevo: los católicos no podemos ser ni meros espectadores, ni engrosar esa larga fila de «la cofradía de los ausentes», que pasan de largo ante los dramas de nuestro tiempo. No podemos, porque dejaríamos de lado la fe que confía en Dios y reconoce su amor y su obra, siente y escucha la voz del hermano. ¿Qué hacer, pues? Además de cuanto ya se está haciendo en las familias, en las parroquias, en instituciones al servicio de los pobres y de los que sufren, como Cáritas, en los diversos compromisos apostólicos personales o asociados en favor de los que necesitan ayuda, o en cuanto exige la fe que se manifiesta en la caridad social y política o en el compromiso en la vida pública; además de todo esto, y de una imaginación creativa de la solidaridad y la caridad ante las graves necesidades del presente, en estos momentos, además de todo ello y muy principalmente, los católicos deberíamos aportar la esperanza, y, así, deberíamos «orar», orar mucho. Ahí, en la oración, es donde está, surge y alimenta la esperanza, que nunca, además, permite cruzarse de brazos. La oración es la medida de la fe, el alimento de la caridad y de la esperanza, que nunca jamás se resigna pasivamente a lo que hay, pues dejaría de ser esperanza. «Un hombre desesperado no reza, porque no espera; un hombre seguro de su poder y de sí mismo no reza, porque confía únicamente en sí mismo. Quien reza espera en una bondad y en un poder que van más allá de sus propias posibilidades». Estas palabras del entonces cardenal J. Ratzinger, en su obra Mirar a Cristo (pp. 71-72), son, de algún modo, completadas cuando, en su encíclica sobre la esperanza, Spes salvi, afirma: «Un lugar primero y esencial de aprendizaje de la esperanza es la oración. Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha». Ante la situación que estamos viviendo, pues, los católicos luchamos con «nuestra arma», nos manifestamos como lo que somos, discípulos de Jesús, que oraba incluso en los momentos trágicos de la pasión y de la cruz, que nos enseñó a orar y exhortó a la oración; como hombres y testigos de fe que reconocen que Dios es dador de todo bien y que todo auxilio viene de Él. Rezar, por lo demás, no significa salirse de la historia y retirarse en el rincón privado de la propia felicidad, de la tranquilidad o seguridad propia, o de los miedos alienantes que tanto paralizan. Por eso, desde aquí, invito, pido, a cuantos quieran escucharme que emprendamos un movimiento vigoroso y extenso de los católicos para orar por España, conscientes y seguros de que es lo primero y principal que podemos y debemos hacer como compromiso y como servicio debido a nuestra Patria que pasa por situaciones tan difíciles, con tantísimas y tan graves implicaciones y con las previsibles consecuencias para su futuro. Familias, comunidades de vida contemplativa, orantes, comunidades y fraternidades religiosas de vida activa, parroquias, asociaciones y movimientos apostólicos, nuevas realidades eclesiales, niños, jóvenes, adultos, ancianos, sanos y enfermos, laicos y sacerdotes, todos, deberíamos orar intensa y extensamente, con verdadera fe, en estos momentos por España. Dios lo quiere. España en todos sus pueblos y regiones lo necesita.